Sergio Cáceres Mercado
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La obsesión de Woody Allen por el tema del destino, y la forma universal en que fue tratado por el teatro griego y epígonos como Shakespeare, vuelve a ser el núcleo de la trama de su nueva creación. En cierto modo, es un homenaje al teatro como arte que dramatiza el devenir de los humanos en esta vida que, en este caso, es más un drama que la comedia que caracteriza el trabajo del director. Al poner a un personaje que es narrador y que él mismo se declara como creador de la simbólica obra que vamos a ver –como parte de sus investigaciones académicas sobre el teatro occidental–, Allen explicita su intención de hacer metacine o, por decirlo de alguna forma, traslucir en el cine todo lo que tiene de teatro.
El protagonismo recae otra vez sobre una mujer, Ginny (Kate Winslet); la heroína, siempre un lío de nervios, migrañas y dilema existencial, ubicada en una paradójica locación: Un parque de diversiones donde gira impasible y luminosa la rueda maravillosa. Se van sumando el resto de los personajes, simples en un entramado también sencillo, pero que van sumando para quedar atrapados en una complejidad donde la libertad humana casi no tiene cabida, excepto para Ginny, quien tiene un resquicio de albedrío en el cual cree poder torcer el destino a su favor. Sin embargo, la rueda maravillosa que es esto que llamamos vida sigue su interminable ciclo, donde solo la resignación es la correcta decisión.
Allen elabora una nueva fábula con los ingredientes de siempre; su leve novedad radica en su modo de mezclarlos. El estilo musical más de uno lo reconocerá de otras producciones del director; la iluminación es en varios momentos bien escénica, y las actuaciones tienen la marca también innegable de este célebre director que no termina de buscarle la vuelta a esta rueda maravillosa y mágica que es el cine como teatro de la vida. Al menos a sus seguidores no defraudará.
Calificación: **** (muy buena)