El niño camina de la mano de la aya en la estación de tren de Asunción. Es la primera vez que llega a la capital. Hay un fuerte olor a jazmines. Los corredores están atestados de gente. Salen con dificultad de entre la maraña y cruzan la calle. Están en la plaza llena de árboles. En la Plaza Uruguaya. Sediento, el niño se agacha a beber de una de las canillas. En esa posición, mira hacia arriba y se atraganta con el chorro de agua: la estatua de una mujer engulle pajaritos y al niño se le antoja que escucha el chasquido de sus huesitos. El niño es un personaje de una novela: Hijo de hombre, de Augusto Roa Bastos.
Cada vez que pienso en la relación que hay entre las plazas y la literatura, recuerdo este pasaje en el que un niño del campo experimenta por vez primera la ciudad con el ejercicio de la imaginación infantil en un ágora de senderos y estatuas. En esa misma plaza el poeta Hérib Campos Cervera se encontró con Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El Principito. El hecho, apócrifo o no, está narrado en un cuento de Andrés Colmán Gutiérrez, quien por lo demás también escribió una novela entera que se desarrolla en una plaza, la de Armas, frente al Congreso.
Hay varios escritores cuyas obras están vinculadas a las plazas. Muchas de las novelas de Paul Auster las tienen como ejes narrativos. En una de ellas me pasó algo raro hace unos meses. Fui a sentarme en un banco de la plaza Infante Rivarola, esa antigua estación del tranvía 9 de Asunción que llegaba hasta Villa Morra. Esperaba a alguien. A unos metros de mí, un hombre —que era evidente que vivía en la calle— hurgaba en una mochila que hacía de ropero, heladera y de lo que fuere. Sacó un cuaderno y comenzó a escribir algo. Me levanté y me acerqué para mirarlo, descaradamente. Esa actividad escrituraria me parecía inédita. Nunca había visto escribir a alguien que habitara literalmente las calles de la ciudad. Cuando me vio cerca, guardó en la mochila lo que había anotado, desconfiado. Al otro día, llegué en la novela que estaba leyendo a la parte en que Marco Stanley Fogg se siente cómodo viviendo en el Central Park de Manhattan, el sitio en el que el nuevo mendigo universitario en plena crisis existencial practica la escritura en El palacio de la luna, la novela de Auster. Era imposible no relacionar al hombre de la plaza Infante Rivarola con el de Nueva York. La plaza ya no era solo escrita, sino era el lugar en el que se escribe.
Esta semana pensé también en Auster cuando leí que un hombre falleció en la plaza O’Leary al caérsele encima un árbol mientras él dormía. Ni siquiera había viento: el árbol seco cayó por su propio peso. Diametralmente opuesto a las heroínas y los héroes fatídicos del escritor norteamericano, el sintecho no tuvo la segunda oportunidad del azar que suelen tener los seres creados por el autor de La ciudad de cristal: el árbol cayó exactamente en donde él estaba.