30 abr. 2025

La historia en una letrina

Andrés Colmán Gutiérrez – TW: @andrescolman

La foto es simpática y a la vez patética. Muestra a un histórico cañón, casi oculto entre una improvisada letrina, una choza de hule y chapas, planteras y hasta una parrilla, en un sector de la Plaza de la Victoria, frente al Congreso, al pie de la estatua del mariscal López, donde otra vez se ha instalado un precario campamento de pobladores damnificados por la creciente del río Paraguay.

El historiador Fabián Chamorro, quien difundió la imagen, confirma que es el cañón El Criollo, fabricado en Ybycuí y usado en la defensa de Asunción durante la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870), cuyos disparos hicieron retroceder a dos acorazados brasileños. Los argentinos lo llevaron como trofeo y casi lo fundieron para fabricar una estatua de San Martín. Fue devuelto al Paraguay por el general Juan Domingo Perón en 1954. Y ahora está allí...

La foto causó indignación y los guardias del Congreso se apuraron en hacer despejar la zona. En la tarde del jueves, cuando un fotógrafo de ÚH llegó al sitio, ya habían desmantelado la letrina y la choza que lo cubría, pero el cañón aún era usado para extender ropas y tensar una hamaca.

Se pueden sacar varias reflexiones de esta anécdota, entre ellas, lo poco que les importa a nuestras autoridades el patrimonio histórico. Desde hace años se exige que el Brasil devuelva el célebre cañón El Cristiano, forjado con las campanas de los templos. Uno se pregunta: ¿para qué? Allá está expuesto con mucha pompa en el Museo de Historia de Río de Janeiro. Aquí, ¿acabaría acaso como El Criollo?

Lo otro es la precariedad institucionalizada. Siento vergüenza ajena cada vez que amigos extranjeros me piden conocer el centro histórico de Asunción: la Catedral, el Cabildo, la plaza donde se forjó la Independencia. ¿Cómo explicarles que ese paisaje apocalíptico, que hoy parece un enorme chiquero, fue el centro de la construcción de nuestra identidad como nación?

No me adhiero a criminalizar la pobreza. No me sumo al coro de quienes llaman prejuiciosamente “haraganes” y “ladrones” a quienes no tienen otra opción que vivir en zonas inundables. Son las víctimas de un sistema injusto y corrupto que debemos ayudar a transformar en condiciones de dignidad. Pero ni la Municipalidad ni las instituciones del Estado deberían admitir la ocupación de espacios públicos tan valiosos para el turismo y la cultura.

La inundación es un fenómeno cíclico y previsible. Mientras se ejecutan programas a largo plazo, deberían existir sitios alternativos de refugio, organizados y con condiciones salubres, que no alteren el día a día de la ciudad. Pero aquí todo es emergencia, precariedad, arreglos improvisados a último momento. Una precariedad que se acaba institucionalizando. Un tercermundismo al extremo.

El río volverá a bajar y los ribereños regresarán a sus casas. Se gastarán millones en limpieza y arreglos, hasta la próxima creciente. Es nuestro mito del eterno retorno.