29 mar. 2024

Joshua

Luis Bareiro – @LuisBareiro

Si alguien afirma que estuvo quince meses en gestación en el vientre de su madre antes de nacer solo hay dos posibilidades; es un farsante o nació de una jirafa. Si además se presenta ante el público afirmando que puede curar el cáncer, las secuelas de un accidente cerebrovascular, el VIH, trastornos siquiátricos y hasta la migraña, queda confirmado que no es una jirafa.

Por último, si el acto de sanación se realiza en un estadio nacional y se exige a los enfermos que aguardan el milagro que porten un cartelito identificando su dolencia (“tengo cáncer” o “tengo sida”, según las textuales palabras de Juan Vera, presunto defensor de los derechos del consumidor, devenido en promotor del evento místico) estamos obviamente ante un espectáculo de masas cuya característica común es el fin crematístico; de alguna manera, alguien está haciendo un excelente negocio.

Como sea, el autodenominado profeta nigeriano no es el primero de su género ni será el último. La libertad de culto supone que la gente tiene derecho de creer en lo que se le ocurra y rendirle culto. Y el nivel de credulidad de las personas no tiene límites.

En Estados Unidos hay megaestrellas del espectáculo fieles de una religión inventada por un escritor de ciencia ficción de dudoso talento; en los territorios capturados por el Estado Islámico lanzan homosexuales desde los edificios y lapidan a presuntas adúlteras en la vía pública, mientras que en Paraguay hay crédulos que votan a los mismos verdugos cada cinco años.

En el ámbito privado, cada uno puede crear a su propio dios, a su imagen y semejanza. Conviene aclarar que la libertad de culto de unos no anula la libertad de opinión de los otros sobre esa creencia. Alguien puede creer en elefantes voladores, es su derecho, pero es el derecho de otros considerar ridícula su creencia y decirlo.

En donde la situación cambia radicalmente es en el ámbito de lo público. Como lo público es de todos no se puede mezclar con las creencias místicas, justamente porque hay libertad de culto. Basta con que uno solo de los casi siete millones de habitantes del país no crea en lo metafísico, o crea en elefantes voladores, para que resulte injusto que en un escenario público se otorgue privilegio a una corriente de fe en particular.

Convengamos en que tocar el corazón de algunos diputados puede considerarse un prodigio (no faltará quien diga que el verdadero milagro sería tocar sus bolsillos), pero no puede esgrimirse jamás como argumento para condecorar al “toquetón” o para declararlo ciudadano ilustre, así se trate de un talentoso cardiocirujano o de un fenómeno nigeriano gestado como una jirafa y con el perfil adecuado como para hacer historia en el IPS.

Como muchos legisladores tienen resueltos sus problemas financieros, parecen estar más preocupados ahora con lo metafísico. No les pagamos para eso. Necesitamos soluciones pragmáticas para problemas terrenales. Para los milagros siempre habrá quien crea en un profeta o en D9.

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