26 abr. 2024

ITAKYRY

Akâpete

Antes fue Abaí. Hoy es Itakyry. Mucho antes fue Silvino Talavera, niño campesino muerto por agrotóxicos usados en plantaciones de soja en Itapúa. Ahora son indígenas de la zona de Alto Paraná, después de Caazapá; y no contamos los cientos de casos que se dieron y siguen dando a diario a lo largo del país, donde las plantaciones de la oleaginosa convirtieron los bosques en páramos, de la mano de productores paraguayos y brasileños.

En estos días la noticia ubicó en el centro de la atención internacional a un pequeño asentamiento nativo de Paraguay de casi 300 habitantes perteneciente a la etnia Ava Guaraní. Una avioneta de colonos brasileños roció el poblado con pesticida tras frustrarse un desalojo promovido por los sojeros que dicen ser dueños de las tierras.

En el país, el hecho no tuvo mayor trascendencia al inicio e incluso fue tomado casi como una mentira por un sector del periodismo, hasta que la propia ministra de Salud, que estuvo en la zona, confirmó la versión.

Lo acontecido reviste múltiple gravedad por tratarse de pueblos originarios, porque violenta derechos humanos elementales, desconoce derechos ancestrales que poseen los indígenas sobre la tierra ya que preexisten a los Estados; y lo ocurrido podría incluso emparentarse a un intento de genocidio. Todos estos actos son condenados por numerosas legislaciones locales, tratados y convenios internacionales.

La situación pone al Estado ante la obligación de disponer las garantías que debieron existir siempre, pero que nunca se dieron en torno a los nativos. Esta desidia puede llevar nuevamente al país a los tribunales internacionales y pagar resarcimientos varias veces millonarios, como ya ocurriera con dos conflictos con comunidades nativas del Chaco dirimidos en la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

El caso ahora pone nuevamente en el ojo de la disquisición a los productores de soja y su práctica con los pesticidas, amén de las violaciones a las leyes ambientales que perpetran.

Esta vez -o nuevamente- son indígenas. Los más discriminados del sistema social paraguayo. Pero también están los campesinos que día tras día superviven a orillas de los sojales que matan o envenenan sus organismos, provocando múltiples inconvenientes hasta la desaparición física, como demuestran estudios internacionales.

En Paraguay, más de dos millones quinientas mil hectáreas están cubiertas por sojales. Sobre todas ellas son rociados miles de hectolitros de pesticidas o químicos tóxicos. En los alrededores de esas propiedades o en medio de los cultivos, hay poblados humanos. Todos ellos sufren las consecuencias de la situación en su salud. Y aunque la ley exige franjas vivas de protección, que son lenguas de bosques que separen los plantíos de los asentamientos humanos, las plantas crecen incluso en las paredes de los ranchos y chozas por la acción avasalladora de ciertos productores.

El caso que ahora nuevamente conmociona -más a la sociedad internacional que a la nuestra- es precedida de la muerte de 12 nativos en la zona de Abaí, Caazapá, ocurrida hace más de dos meses. Nadie profundizó en aquella investigación. El caso Silvino Talavera, que incluso condenó a un autor del envenenamiento agrotóxico, terminó transado en la Justicia; y ahora este de Alto Paraná, en el que si bien la Fiscalía imputó a varios sojeros, el final todavía es impredecible.

El relato de los pobladores Ava Guaraní sobre lo ocurrido es desgarrador. Intentaron defenderse del desalojo y luego de la avioneta con arcos y flechas. El resultado son más de cien indígenas internados con diversa gravedad.

En 2008, el presidente Fernando Lugo había acusado ante la ONU, en Nueva York, a los que matan a su gente con los agrotóxicos. Sus acciones se siguen esperando. Mientras, lamentamos casos como los de Itakyry.