Honrar la vida tiene sentidos distintos para cada uno de nosotros. Hay tantas cosmovisiones como creencias, convicciones, experiencias y valores particulares tiene cada ser humano.
La frase –como dice la canción de Eladia Blázquez– apunta a que no es lo mismo durar y transcurrir durante nuestra existencia, sino merecerla y salir de ella dejando un legado de dignidad.
Escribo esto al día siguiente de enterarme de la muerte de Carlos Villagra Marsal.
Uno no puede sino quedarse boquiabierto ante su biografía, por la vastedad de ámbitos en los que volcó su energía.
¿Cómo pudo hacer tantas cosas diferentes y, sobre todo, hacerlas tan bien?
Era abogado, hizo estudios de posgrado en España y Madrid, fue funcionario de organismos internacionales, militó contra el autoritarismo de nuestro país integrando el Directorio del PLRA, fue embajador paraguayo y fue ministro de Políticas Lingüísticas.
Y tuvo tiempo para escribir. Fue uno de los poetas más singulares del siglo pasado y el autor de una novela corta –Mancuello y la perdiz (1965)–, en la que incursionó en un estilo casi inédito.
Ese texto transcultural, convertido en un clásico de nuestra literatura, se abre camino entre el castellano paraguayo y la oralidad guaraní para sumergirse en las raíces de la identidad pueblerina.
También publicó ensayos, columnas periodísticas y críticas literarias.
El consagrado y exiliado Roa Bastos lo nombró su albacea en Paraguay, hasta que se pelearon allá por 1989 y la polémica entre ambos, que discurrió en páginas de diarios asuncenos, se transformó en un riquísimo debate sobre la creatividad –¿o la falta de?– de la nueva literatura nacional.
Villagra Marsal era un enorme historiador, dueño de una memoria legendaria y de conocimientos enciclopédicos.
En este campo escribía poco, era oral y desordenado. Pero su voz, grave y cálida, era escuchada por miles de personas que nunca habían leído nada de historia y que escuchaban fascinadas las historias que Carlos contaba en un programa radial nocturno que sostuvo hasta enfermarse. Porque daba gusto escucharlo; era un conversador atrayente, versado y original.
Podía hablar de la historia gastronómica de América, sobre la fauna y flora nativa, sobre la genealogía colonial o las costumbres populares más antiguas.
Fue catedrático, divulgador generoso de lo que sabía y un formidable emprendedor editorial de más de sesenta libros de poesía.
Al mejor Carlos Villagra Marsal se lo encontraba en su lugar predilecto: la quinta Última Altura, entre Paraguarí y Piribebuy. Allí, donde tenía su propio museo, con una buena mesa, daba libertad a lo que más le gustaba: la conversación creativa con amigos. Se fue Carlos, sin tener tiempo para aburrirse. Suele ser así cuando se honra la vida.