Ciertos aspectos narrativos de la serie The Killing (2011-2014) —basada en una original danesa— motivan esta reflexión.
Estimo el género policial-detectivesco por lo que tiene de suciamente humano. Desde el crime fiction novel inglés, pasando por el hard boiled norteamericano, hasta los distintos híbridos que hay en Europa y América Latina (en Asia sus cultores son menos y recién ahora hay un auge de la novela negra, de inspiración chandleriana en la que no he incursionado). Lo sigo con expectación impávida tanto en literatura como en cine y televisión. Me dejo llevar de la nariz por él.
De cuantos escenarios suele deparar, hay uno que me suele parecer intolerable, en el sentido de que no puedo ser testigo de él sin sentirme transido por dilemas de carácter moral: ese momento en que el o la policía-detective-investigador/a comete un crimen atroz —con preferencia un asesinato— en el tránsito de resolver otro. Se convierte ella o él mismo en criminal. Puede que ello sea el resultado de una venganza irreprensible o de un odio repentino; puede que sea accidental. Pero a partir de allí, toda la narrativa se quiebra ineluctablemente y se interna (en paralelo a la búsqueda primera) en un infierno mucho más cercano moralmente para el lector o el espectador, porque en las novelas y el cine policiales nuestros ojos son a menudo los ojos de quienes se dedican a resolver crímenes, no de quienes los cometen. Ese infierno particular ya estaba en la no siempre reconocida primera novela policial de gran aliento de la historia: Crimen y castigo, de Fiodor Dostoievski, lo prefiguró hace exactamente ciento cincuenta años. Allí nuestra mirada es la de Raskólnikov, la de un asesino acechado por la culpa y su sanción.
¿Hay que ser consecuentes hasta el final en la ética admonitoria y entregarse al castigo como un o una criminal? ¿O la solución del primer enigma es superior a las contingencias del nuevo delito y habilita su encubrimiento? El investigador que comete un crimen recorre, insospechada y repentinamente, los mismos laberintos morales por los cuales el criminal —como Raskólnikov— cree que su acto está más allá del bien y del mal, y que es el resultado de un interés moral superior. (Nuestra policía no suele llegar a eso: el gatillo fácil y la violación de derechos humanos es la bajeza mediocre de su corrupción).
¿Quién es, finalmente, del todo inocente? Esa es la pregunta que ese escenario intolerable suele plantear al lector y al espectador, y forma parte de la particular poesía del género. La respuesta la sabemos: Nadie. Pero es común hacerla a un lado. Cada cierto tiempo ella habita nuestras pesadillas. Como habita la del asesino Raskólnikov cuando —como Nietzsche en los albores de la locura— sublima su culpa abrazando a un caballo moribundo como se abraza a nuestras cotidianas víctimas.