De golpe y porrazo en Asunción todos nos volvimos cuidacochólogos y limpiavidriólogos. Cada uno, parapetado en su trinchera, disparó a mansalva contra su oponente, en una trifulca pródiga en insultos y descalificaciones.
Quien más quien menos se volvió experto en derecho penal, normativa municipal e interpretación de los fenómenos sociales. En realidad, lo que ha demostrado este ridículo enfrentamiento –pequeño por el número de personas que lo generan– es nuestra profunda intolerancia.
Está claro que cien años de gobiernos autoritarios han dejado una profunda huella en nuestra cultura. En el fondo, podría decirse que todos tenemos un pequeño Stroessner en el espíritu. Y ese monstruito aflora en la primera ocasión de confrontación, ya sea por los más conspicuos y nobles ideales éticos o por un partido de fútbol sin ninguna trascendencia.
Llevada a su extremo, esa es la misma intolerancia que acabó el fin de semana pasado con la vida del joven Elías Gabriel, al salir de un estadio. Sin mayor rubor, su asesino afirmó con sangre fría: “Le maté porque perdió mi club y se rió de mí”.
Y me vino entonces a la memoria aquella frase del genial Augusto Roa Bastos, cuando señaló que la dictadura stronista nos había hecho más daño que la Guerra contra la Triple Alianza, porque esta última acabó con la población, pero la primera terminó con el país, que es peor.
“Yo tendría que aceptar que esta sociedad nuestra es una sociedad enferma. Nosotros estamos muy destruidos por dentro”, reflexionaba Roa, en una memorable entrevista que el querido Antonio Pecci le realizó, allá por 1992.
Efecto principal de esa devastación es, pues, a no dudarlo, la intolerancia, la incapacidad de afrontar un debate sobre un tema espinoso sin aludir a nuestros lados más bajos, sin apelar a esa especie de necesidad de exterminar no el argumento del prójimo, sino al prójimo mismo.
Lo peor de la cuestión es que quizás desde los medios de comunicación no se ha ayudado demasiado a relativizar los temas, a ubicarlos en su justa dimensión, sino que se ha echado más leña al fuego, legitimando así los desbordes de las voces que llamaron a suprimir toda divergencia.
Esto es, en gran medida, lo que nos convierte en un país poco plural, con una democracia tan poco madura. Porque, al fin de cuentas, las instituciones no están formadas por hombres distintos a lo que somos nosotros mismos, sino que son el reflejo de lo que hemos construido a lo largo del tiempo y que ahora es preciso deconstruir.