La historia internacional cuenta que allá por inicios de 1900, cuando la emancipación americana ya formaba parte de libros y compendios de ellos, uno de esos países soberanos decidió formar un Congreso con hombres honorables y mujeres distinguidas en su comunidad.
Llamó a elecciones, y como era de pensar, no resultaron ganadores los honorables ni las distinguidas. Claro, una población torpe y sometida a la ignorancia por sus antiguos colonizadores, pensaba que necesitaba más a plebeyos vigorosos, de verborragia agresiva y sin ningún tipo de temor en caso de que la soberanía obtenida fuera de nuevo puesta en peligro.
Entre ellos, se ganó su lugar Helena. Su historia es estupendamente bochornosa.
Los textos de la época cuentan que inicialmente vivía a unos 200 kilómetros de la capital, hasta que decidió aventurarse, dejó su vida anterior y fue a residir más al este, ya cerca del límite fronterizo con Brasil.
Era curandera, servía a la gente de escasos recursos y vivía con lo justo. Empezó de abajo y ayudada por su enérgico carácter fue ganando estima, hasta que consiguió un escaño en el nuevo Congreso. Pero así como abandonó su tierra natal, fue dejando de lado sus principios, ideologías y su ética.
A Helena comenzó a gustarle el dinero y se volvió títere del billete. Empezó a negociar sus votos y a adquirir propiedades urbanas y rurales; hasta consiguió un joven esposo a quien duplicaba en edad. Empezó a traficar influencias, presionó por cargos para sus allegados y hasta consiguió recursos públicos para financiar actividades privadas de su joven esposo.
La esperanza que la gente depositó en ella, fue desapareciendo tras cada aparición suya en el Parlamento. En una de las más polémicas sesiones, ella y un grupo de legisladores intentaron violar la Carta Magna, pero forzados por rebeldes ciudadanos en protesta, el hecho finalmente no prosperó como esperaban.
En una de las sesiones otoñales, el Congreso decidió homenajear a los protagonistas de un film local que logró reconocimiento internacional, no por fomentar barbaridades, sino por tener un mensaje claro, crítico y concreto. Por si la vergüenza de haber sido duramente señalada por intentar quebrantar la ley primera no haya sido suficiente, no dejó pasar la ocasión para hacer gala de su burda verborragia y echar por el suelo la poca dignidad que le quedaba, insultando y menospreciando a quienes, nada más y nada menos, ella debía estar homenajeando.
En ese entonces, Helena buscaba ser reelecta como legisladora. A puertas de las elecciones y con semejante papelón público, hasta esa población torpe comprendió que avanzar significa tolerar, comprender, respetar, pese a tener pensamientos opuestos. Por supuesto, la ex curandera, no consiguió los votos y pasó al olvido.
Más de 100 años después, esperemos que el final de la historia se repita.