17 abr. 2024

“Che ko la karai”

Luis Bareiro – @LuisBareiro

El viernes pasado, una niña indígena de 12 años llegó hasta un hospital público. Tenía las manos y los pies minados de piques, piojos en la cabeza, el cuerpo cubierto de sarna y un embarazo de nueves meses. No quiso decir quién abusó de ella. Dio a luz a una beba de cuatro kilos a la que no puede alimentar por el riesgo que suponen para la recién nacida las infecciones y los parásitos en su piel.

Ese mismo día, la policía detuvo a un joven de 23 años por violencia intrafamiliar. Desfiguró a golpes a su pareja porque se negó a comprarle cerveza. La mujer está con un embarazo de siete meses.

Estos son apenas dos ejemplos de la crónica diaria, síntomas de una sociedad gravemente enferma cuyas víctimas principales son mujeres y niños. Asegurar que la causa es la pobreza es decir una media verdad. El problema es infinitamente más complejo porque está adherido a esa compleja construcción colectiva que llamamos cultura.

Parte de mi infancia está ligada a la casa en la que vivían mi abuela materna y mis tías. El abuelo la abandonó junto con sus siete hijos cuando ella se quedó sin dote luego de que los demás parientes se repartieran los bienes de su familia. La abuela se instaló con sus hermanos y sus hijos en una casita de dos piezas y un baño en el Barrio Sajonia.

Era una casa administrada y gobernada por mujeres. Cada cierto tiempo, sin embargo, ocurría algo muy particular. El abuelo –que ya había formado otra familia– aparecía para hacer algún trámite y se quedaba en la casa. Más que quedarse tomaba posesión de ella. Se sentaba a la mesa esperando que le sirvieran el desayuno o el almuerzo, jamás se le ocurría siquiera tender la cama y dejaba la ropa sucia en algún lugar esperando que se la lavaran.

No era un hombre iletrado. Había sido juez de paz y se jactaba de sus hábitos de lectura. Una sola vez crucé palabras con él y fue para reprocharle su actitud absolutamente indolente ante los quehaceres domésticos más básicos en esa casa donde todo el mundo trabajaba. Me miró entre sorprendido y molesto y me respondió con una sola frase: “Che ko la karai”. Entendí entonces que no importaba cuánta información ni literatura se metiera en la cabeza, ese hombre estaba culturalmente programado para comportarse como un patán.

Desmontar esta construcción es algo infinitamente complicado. Es desaprender como sociedad que los roles estén determinados por el sexo. Es aceptar que lo femenino puede incluir jugar al fútbol, dirigir un ejército y ser el sostén financiero de un matrimonio, y que lo masculino puede y a menudo debe abarcar desde jugar con muñecas, lavar o planchar ropa o ser amo de casa sin que esos roles tengan relación alguna con su sexo ni con su orientación sexual.

De eso nomás se trata la tan controvertida equidad o perspectiva de género, de entender que las oportunidades que tengamos en la vida no pueden estar condicionadas por nuestro sexo.