Lo más cerca que estuve alguna vez de la literatura de autoayuda fue cuando leía a Séneca, en los tiempos del colegio. Por estos días he vuelto a recordar su prosa admonitoria y moralista, luego de ver que gran parte de la oferta libresca en ciertos comercios de Asunción está conformada por textos que fueron escritos para la “consolación” de los lectores. Para que superen crisis individuales o se vuelvan exitosos. Séneca aspiró a lo primero, sobre todo en lo referente al dolor y a la muerte. Así escribió sus conocidas Consolaciones a Marcia, a su madre Helvia y a Polibio. Habiendo vivido entre el año 4 a.C. y el 65 de nuestra era, Séneca fue el precursor de una filosofía que ayudara a las personas ante los infortunios de la vida y su trágica brevedad. En esto fue bastante moderno. Su invento ha proliferado hasta saturar los estantes y los escaparates de las librerías en donde, por lo demás, no suelo ver libros de Séneca.
Pero él no nos ha legado solamente un antecedente de los libros de autoayuda. El escritor y político nacido en la actual Córdoba española fue una de las más fuertes influencias de poetas y dramaturgos españoles e ingleses de los siglos XVI y XVII, los más importantes de su tiempo: los irreemplazables Quevedo (en su poesía filosófica), Marlowe y Shakespeare (en su concepción teatral). Pero es lo que dejó en Shakespeare lo que lo ha catapultado al siglo XX, en especial en el cine.
En 1594, subió a las tablas londinenses por primera vez Titus Andronicus, una obra hoy considerada menor, pero que abriga en ella algunos de los elementos principales de cierto cine: la profusión de sangre, la brutalidad, la violencia. Según el crítico estadounidense Harold Bloom, el desfile de muertos y mutilados en la obra es una exageración consciente de Shakespeare, una manera de parodiar lo que ya venía haciendo Marlowe. “Si quieren sangre, yo les daré sangre de verdad”, parece decir. Al igual que las películas contemporáneas que buscan el realismo en las escenas sangrientas, el teatro isabelino estaba obsesionado con hacer creíble todo lo que se veía en el escenario. Porque el público lo quería. Pero Titus Andronicus tenía un modelo: la tragedia Tiestes, de Séneca. Este es así el dramaturgo clásico que más se ha solazado en el espectáculo de la violencia y la sangre.
Prácticamente todo Quentin Tarantino —aunque pienso más en el final de Reservoir dogs y la larga escena en la cabaña de The hateful eight, llenos de clasicismo dramático y, por tanto, de cierto patetismo anacrónico— no se explica sin la orgía de sangre de Séneca, primero, y de Shakespeare, después. El cine gore abreva de Tiestes y Titus Andronicus mucho más de lo que está en condiciones de reconocer.
Con dos milenios de vigencia subterránea, ya no sé qué hacer con Séneca: está en todas partes.