24 abr. 2024

Un necesario voto de confianza

Luis Bareiro – @Luisbareiro

Tendremos una epidemia de Covid-19, es un hecho, y será catastrófica, es inevitable. Lo único que podemos hacer es postergar lo más posible su ocurrencia y su expansión para reducir el impacto. No se trata de ser alarmista, sino de la observación fría de los datos oficiales.

Hagamos un repaso de lo que sabemos hasta ahora e imaginemos el escenario posible, aplicando simplemente la lógica.

El Covid-19 no es una enfermedad particularmente mortal. Mata menos que otras formas de coronavirus que enfrentamos en el pasado, y solo es más letal que los virus de la influenza en las personas de más de 60 años de edad y en aquellos que padecen alguna enfermedad de base, como la diabetes o la hipertensión.

En contrapartida, es un virus que se contagia con mucha mayor facilidad: es, de hecho, una de las enfermedades más contagiosas de los últimos treinta o cuarenta años. Y ese es el verdadero problema.

El Covid-19 no es la enfermedad más grave ni peligrosa que hayamos enfrentado individualmente, pero sí la peor que nos haya afectado como colectivo humano, como sociedad, porque destroza los sistemas públicos de salud. Si está poniendo de rodillas a Italia, cuyo sistema de salud es considerado el quinto mejor equipado del mundo, imaginen lo que hará con países como el nuestro.

Vayamos a los números locales para entender la magnitud del desafío. Se estima que cada año no menos de 100.000 personas se infectan aquí con influenza, un virus mucho menos contagioso. Esto significa que, aun suponiendo que respetemos a pies juntillas todas las indicaciones —lavarnos las manos repetidamente, usar mascarillas y toser en la cara interna del codo; y evitar acudir a un hospital salvo que desarrollemos la forma grave de la enfermedad— tendremos, con muchísima suerte, no menos de 200.000 infectados.

Esta es una cifra tremendamente optimista, pero nos sirve para dibujar el drama. Hasta ahora, solo entre el 13% y el 15% de quienes enferman desarrollan una forma grave de la enfermedad. Supongamos que, gracias a las oraciones y a una milagrosa conciencia colectiva, nosotros reducimos esa tasa a solo el 10%, tendremos 20.000 personas que necesitarán de atención médica.

Si solo la mitad de ellas requiere terapia intensiva, llegamos a unas diez mil personas. Y acá es donde nuestro sistema de salud se va al garete. En todo el país, entre hospitales públicos y privados, solo hay ¡700 camas! en terapia. Aún si todas estuvieran disponibles —lo que supone que mientras dure la epidemia no habrá accidentes en motocicleta, ni pacientes oncológicos ni cualquier otra enfermedad grave— solo habrá lugar para 7 de cada cien enfermos graves. Tendremos a 93 dolientes, con su legión de familiares desesperados, clamando a los cielos por un milagro. Y ojo que estamos considerando que solo los que llegan a registrar síntomas delicados asistirán a un hospital, y esos son —según nuestra estimación hiperoptimista— 20.000 personas.

Les recuerdo que en lo que va de la epidemia del dengue —que satura nuestros hospitales públicos— el número oficial de enfermos es precisamente de unos 20.000 pacientes.

Hay otros agravantes. De acuerdo con los datos aportados por la experiencia china, quienes desarrollan la forma grave pueden necesitar hasta seis semanas de internación. La diferencia entre una tasa de mortalidad de más del 4% y una de solo 2% es la capacidad del sistema de salud de acompañar la evolución de los pacientes graves. No solo necesitamos 10.000 camas, sino que estas estén disponibles para cada paciente hasta por mes y medio.

No es una cuestión de dinero. Aún si Hacienda decidiera gastar todo el presupuesto de este año en Salud, no hay médicos suficientes en el país para cubrir otras 700 camas. Materialmente es imposible aumentar la cobertura de nuestro sistema de salud antes de que nos pegue de lleno la epidemia.

Solo nos queda obrar con madurez e inteligencia. Hacer todo lo que esté a nuestro alcance para reducir la velocidad del contagio, evitar gastar energía y tiempo en buscar culpables de todo (ya habrá tiempo para el entretenimiento político) y, por una vez, pensemos primero en el interés general. Será una prueba durísima, pero de peores hemos salido. Démonos un voto de confianza.

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