De niño era gordo, usaba lentes, tenía frenillos y se me había pegado el acento porteño de mi padre, que vivió su infancia y parte de su juventud en Buenos Aires, como hijo del exilio.
Esa dramática combinación me convirtió en un alumno no muy popular, por lo que no tuve otra alternativa que refugiarme en los libros.
Así, mientras mis compañeros de grado se hacían duchos en el manejo de la pelota y adquirían cierta habilidad para encarar a las niñas, mis aventuras se restringían al mundo de la fantasía; exiliado como mi abuelo -en mi caso por timidez-, oculto en la pobre biblioteca de la escuela.
Allí podía ser el grumete de Long John Silver, el locuaz cocinero de pata de palo y loro al hombro que se convirtió en epítome del pirata, o cruzar espadas con D’Artagnan, o trazar hipótesis con el joven reportero Joseph Rouletabille, el sagaz detective de Leroux, o presenciar la Guerra de los Mundos de la mano de H.G. Wells, o internarme en la memoria lechosa de Macario Francia, el hijo liberto de un esclavo que Roa utilizó para narrarnos en cuentagotas la historia de Itapé.
Ingresar al colegio fue salir de la crisálida.
La adolescencia se llevó algunos kilos, las gafas y los fierros. Y descubrí que la lectura había mejorado ostensiblemente mi manejo de la palabra (era capaz de mantener correctamente la secuencia sujeto, verbo y complemento sin mayores contratiempos).
Descubrí además que siendo tan pocos sus cultores, el número de quienes estábamos en condiciones de construir oraciones completas con algún nivel de complejidad -apenas lo básico- era abrumadoramente ínfimo.
Sin palabras no se pueden expresar ideas. Y la inteligencia solo puede desarrollarse mediante la generación permanente de ideas. Había, pues, un escenario ideal para el destaque de unos pocos.
Por supuesto, era un colegio público con una mayoría de alumnos pobres de solemnidad, una masa de ávidas mentes alimentadas groseramente con todos los prejuicios mitológicos de sus padres.
En ese contexto, el manejo básico de la oratoria era suficiente para imponer las ideas propias por sobre las del colectivo.
En resumen, estaban dadas las condiciones para que toda la secundaria se convirtiera en un paseo delicioso para mi ego.
Semejante coyuntura me llevó a creer que la naturaleza me había dotado de una capacidad de comprensión superior a la media.
Y en eso estaba, alimentando una incipiente pero robusta egolatría, cuando una tórrida tarde de verano regresé del curso de talleres del colegio y me topé, por accidente, con un documental de finales de los setenta.
Lo pasaban en el Canal 11 de Formosa, que era lo mejor que se podía sintonizar por entonces, siempre que le pusiéramos virulanas a las antenas.
En el documental, un grupo de estudiantes japoneses presentaban en clase una radio a transistores que construyeron con una batería vieja, una caja de galletitas y una partida de cables.
Quien explicaba el trabajo era un chico de mi edad que se dirigía a la cámara en un perfecto inglés.
Yo tenía en la mano lo que había aprendido a hacer en clase: un chichero de madera que constaba de dos piezas pegadas con cola de zapatero. Era mi clase de tecnología.
En ese preciso instante lo supe. Me tragué el orgullo y asumí la situación como paso absolutamente necesario para intentar encontrarle una salida: yo también era mediocre.
Mi pobre instrucción jamás sería competencia para esos estudiantes japoneses. La biblioteca del colegio, que constaba de 25 ó 30 libros, nunca podría ser calificada como tal en Japón, o en cualquier país que se pretenda serio.
Esa situación no cambió. Por el contrario, ha empeorado.
Hoy sé que la mediocridad de mi colegio es la media del país. Somos un país mediocre. Somos mediocres.
Eso se refleja en la calidad de nuestros políticos, de nuestros empresarios, de nuestros sindicalistas, de nuestras instituciones y de nuestra prensa.
Eso salta hasta en los estribillos de los hinchas deportivos.
La buena noticia es que esto no tiene por qué ser permanente. Es probable que nosotros muramos mediocres, pero nuestros hijos no están condenados a ello. Demos el primer paso clave: admitamos la enfermedad.