El esquelético espectro enfundado en un sayo con capucha y blandiendo una guadaña a la caza de vidas humanas, como imaginamos es La Muerte, se ha modernizado. Ahora viaja en motocicleta. Y no es por satanizar tan noble vehículo. Porque sabemos que en la campaña una moto puede salvar una vida.
Sin embargo, el año pasado solamente, la epidemia que mata a motociclistas se cobró 669 vidas en las rutas y calles del país, muchas más que el tan temido y a la vez menospreciado dengue, que mató a 70 compatriotas contagiados por el mosquito Aedes aegyti. El dengue está ahora en su etapa de festín sobre la suciedad y gracias a los criaderos que la gente no se anima a eliminar adecuadamente.
Ahora, a diferencia del dengue, que tiene un pico estacional, la muerte en motocicleta le puede sorprender a uno en cualquier momento del año y en cualquier esquina. Y, tristemente, lleva la delantera en número de muertos. En solo 17 días de estrenar año sus seres queridos ya están sin Julio César Medina, fallecido el sábado sobre la ruta 2, en Ypacaraí; sin Juan Manuel Cabañas (19) y Emilio Riveros Báez (22), que fallecieron ese mismo día en el km 14 de la ruta 2; sin Éver Gabriel Caballero (21) y Rafael González (31), fallecidos el domingo en San Juan Bautista, sobre la ruta 1; tampoco ya está Héctor Fabián Ñamandú (17), fallecido en Luque ese mismo domingo. Solo este último fin de semana, de 16 fallecidos en accidentes de tránsito, 14 fueron en motos.
No se trata de comparar cuál es más letal y cuál menos; se trata de vidas que se pierden. Duele tener a un hermano, un hijo, un amigo muerto en las circunstancias de absoluta desventaja, como es la muerte violenta de un motociclista sobre el asfalto. O por dengue. Y lo que más rabia da es que son muertes que se pudieron evitar; son vidas que se pierden por cosas que se hacen mal o se dejan de hacer.
Dolerá cada muerte que llegue y, sin embargo, el ministro de Salud, Antonio Arbo, sigue plagueándose por la gente puerca. Ya lo hacía Esperanza Martínez en tiempos del exobispo Fernando Lugo y no funcionó. Pues, sería saludable -y ya es hora- que se planteen otras fórmulas.
De hecho, las soluciones son sencillas: Tomar con responsabilidad el control de un vehículo; no dárselos a hijos irresponsables. En el otro, lamento que el ejemplo dado por el honorable -en este caso real, no “por ley"- don Feliciano Martínez, en Atyrá, no haya prendido en la gente.
En ambos, la falla es la impunidad, una impunidad que permite a todos hacer lo que quieren, andar sin casco, sin luz, atropellando semáforos en rojo; impunidad, en vista a que no hay una sanción reparadora del mal que está causando en el barrio el vecino, por no limpiar su patio.
Por esta pérdida de valores es el lamento; todo lo demás se puede corregir.