23 abr. 2024

Ña Sevé

Mario Rubén Álvarez

Buenos Aires, 1953. Gobierno de Juan Domingo Perón. La Boca, en la desembocadura del Riachuelo en el Río de la Plata, es una diaria fiesta de barcos y brea de calafateo. Las oscuras pinturas salpicadas de destellos de agua y luz de su retratista cotidiano, Benito Quinquela Martín, hijo adoptivo de carboneros, cuentan en imágenes la vida de ese puerto –entonces– de llegada y de partida, de carga y descarga.

En una de las pensiones de ese populoso barrio bonaerense del tango y la milonga, no muy lejos de la cancha –La bombonera– del Club Boca Juniors, en un hotel, vivía el arpista Lorenzo Asterio Leguizamón nacido en Yvytymi, Departamento de Paraguarí, el 16 de agosto de 1924 y fallecido en Asunción el 26 de setiembre de 2005.

En ese escenario transcurrió esta historia, una de las últimas que cuenta este espacio del Correo Semanal. Es posible recrearla porque el 6 de febrero de 1999 Lorenzo Leguizamón la narró a Aída Lara –docente, locutora, investigadora de la música paraguaya– en una entrevista que ella publicó en el tomo II de su libro Vidas, perfiles y recuerdos (Asunción, Servilibro, 2008. Págs. 308-311). Lo que viene a continuación, casi en su totalidad, se basa en el texto de la autora que menciono.

Hospedaje

El hospedaje, siempre lleno de paraguayos y paraguayas, era de Ña Sevé. El maestro no lo dijo, pero es de presumir que, con ese apodo, su nombre de pila hubiese sido Severiana. El apellido de su marido era García, navegante de ultramar. Entonces, ella era Severiana de García. Es de conjeturar también que eran paraguayos. Al menos ella, seguro.

Los domingos el local estaba repleto de paraguayos, entre ellos Félix Pérez Cardozo, Herminio Giménez, Demetrio Ortiz, Severo Rodas, Asunción Flores.

Ña Sevé, así como las diez jóvenes mozas que servían las mesas, estaban ataviadas de riguroso typói jegua (atuendo típico paraguayo con bordados). La dueña del establecimiento sobresalía por el esplendor de su vestimenta de gala con sus collares y aros, todos de oro.

En la mesa dominical había manjares de la patria lejana que, a través de los sabores, se ponía al alcance de la boca. Y del corazón invadido de júbilo en ese ambiente poblado de compatriotas, guaraní, risas. “Había de todo” para todos, contaba Lorenzo, “vori de gallina, chicharõ trensádo, sopa, chipa guasu, mbeju”.

El gran ausente ya era entonces Félix Pérez Cardozo, quien había fallecido unos meses antes. Lorenzo Leguizamón formaba parte de su conjunto hasta que el 9 de junio de 1952 irrumpió la muerte para enlutar la tarde y llevarse al arpista más inmenso e intenso que tuvo el Paraguay.

Pasó aquel domingo. Hubo otros parecidos en alegría, pero nunca iguales. Lorenzo Leguizamón siguió viviendo en el hotel de Ña Sevé porque allí se hallaba. Apenas pagaba un peso mensual. Apenas es una palabra que salta fácil porque uno no puede evitar pensar en el valor –es decir, su valor que se va evaporando, devorado por la inflación–, actual de la moneda Argentina. No es, sin embargo, preciso ese adverbio de cantidad porque a comienzos de la década de 1950 el peso era un señor peso porque con él “se podía comprar tres pares de trajes”, aseguraba Leguizamón.

Cuando el arpista hablaba de Ña Sevé lo hacía con admiración. “Valía oro porque le hacía favores a todos los que necesitaban”, rememoraba.

Por aquellos días, gracias a la mediación del poeta y periodista Néstor Romero Valdovinos, Lorenzo consiguió un contrato para viajar a Europa, su gran sueño. Había, sin embargo, un grave problema: ¡Le debía un peso a Ña Sevé y no tenía cómo pagarle!

En tren de buscar solución, Lorenzo le dijo a la empresaria hotelera que en el puerto de El Havre –Francia–, donde se encontraría con su marido, le entregaría el equivalente al peso que le adeudaba para que le trajera a su regreso.

“Nooooo mi hijo –me respondió–, me vas a hacer una música, una música para mí, quiero que me hagas a lo obraje una polquita y la vas a llamar Ña Sevé”.

Lorenzo le contó esto a Demetrio Ortiz y éste, generoso como era le dijo que se apresurara en componer la obra para que él la pudiera incluir en el disco que estaba a punto de grabar.

“¡En cinco días grabé y me quedé libre!”, terminaba de relatar Lorenzo Leguizamón.

Memoria viva

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