25 abr. 2024

Musicofilia y musicofobia

Blas Brítez

El economista político Karl Marx (1818-1883), el filósofo Friedrich Nietzsche (1844-1900) y el psicólogo Sigmund Freud (1856-1939), los llamados “maestros de la sospecha”, fueron impenitentes amantes del arte, sobre todo de la literatura, y no solo para abonar sus escritos públicos.

Nietzsche y Freud dejaron más constancia de ello en sus estudios, mientras Marx lo hizo más que nada en su escritura privada, aunque todos mostraron refinados gustos hacia el arte en sus múltiples expresiones. El autor de El Capital leía El Quijote una vez al año y, entre otras cosas, se sabía de memoria la Divina Comedia); Nietzsche se rindió ante su contemporáneo Dostoievski poco antes de su locura, así como solo sentía devoción por Stendhal en su siglo; y de Freud no hace falta mencionar el influjo de la tragedia griega en sus ideas y en su jerga, mientras los nombres de Goethe y Schiller aparecen en sus textos como viejos confiables.

Sin embargo, el único que tuvo relaciones poco amistosas con la música fue el sicólogo que vivió en una de las ciudades más musicales del mundo: Viena. Nietzsche, por el contrario, fue quizá el melómano y también llegó a componer. A Marx le interesaba, sobre todo, la música alemana, en un extraño arranque de nacionalismo que confesó a Liebknecht. Ambos renunciaron con virulencia a su gusto juvenil por las composiciones de Richard Wagner, acusándolo de reaccionario por dispares motivos. El creador del psicoanálisis, sin embargo, desconoció prácticamente cualquier importancia de la música en su obra y en su vida misma. Apenas tenía cierta pasión por Don Giovanni, de Mozart. Un gusto en el que se puede adivinar un interés más bien narrativo, escénico, antes que musical; pues, según narran sus biógrafos, aprovechaba la ida a la ópera para pensar los casos de sus pacientes.

Freud todavía estaba vivo mientras Henry Miller escribía su primera novela, Trópico de Cáncer, a principios de 1933. Aislado y tecleando como un obseso, expuesto a la enfermedad, con pocas horas de sueño y, fuera de su voluntad, sin música. Hasta que la también escritora Anaïs Nin le regaló un gramófono.

Miller se escribía con en aquel tiempo sobre Freud y Nietzsche, a quienes leían juiciosamente. Sin embargo, en carta del 27 de mayo apenas habla de literatura. “Pero esta es para comunicarte qué gran alegría me ha dado el gramófono; no has podido hacerme un regalo mejor. Es algo que deseaba tener hace mucho tiempo. ¡He necesitado música cada vez más!”, confiesa. Recuerda cómo solía pagar hasta 7 dólares por un disco sencillo, “cuando no ganaba más que la paga de un niño en la compañía de cemento” en la que trabajó. Cuenta que el primer obsequio que le hizo a su esposa, June Mansfield, fue un gramófono que le costó 250 dólares, en cuotas que nunca terminó de pagar.

“¡Música!”, exclama Miller y uno parece oír a Beethoven. “¡Ahora escucho de verdad!”, se entusiasma. Tiene entonces 42 años y siente que ha aguzado su sentido crítico, por lo que obtiene “mucho más que antes, cuando sólo tenía hambre de música”. Comprende que no está aislada como lo está él mientras escribe, pues “allí hay vida e historia” que provocan, al mismo tiempo, sosiego y excitación.

Cuando le hablé a mi hermano músico de mi intención de escribir algo sobre la particularidad de Freud, pensó un rato y me dijo: “No dejaba luego que entre en él la música, porque sabía que no iba a poder con ella. Le sobrepasaba seguramente”. En Musicofilia, el delicioso libro de Oliver Sacks, el neurólogo concuerda con un connotado discípulo de Freud y, de paso, con mi hermano en el diagnóstico del caso freudiano: A diferencia de lo que fue para Marx, Nietzsche o Miller, para el autor de La interpretación de los sueños “las emociones suscitadas por la música” podían ser “abrumadoras”.

“La música purifica, de eso no cabe duda”, asegura en su carta Miller. A despecho del terapéutico de Viena, por acá pensamos lo mismo.

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