Por Andrés Colmán Gutiérrez
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En Asunción no se escuchan guaranias o polcas paraguayas en un bar. En Buenos Aires, sí. Sobre las calles Salta y O’Brien, en el barrio Constitución, hay varios boliches donde la María Escobar de Óscar Pérez y La Alegre Fórmula Nueva resuena a todo volumen. Junto a las mesas hay hombres y mujeres que beben litros de cerveza o vino barato con gaseosa, mientras cantan a pulmón cada estrofa, con el techaga’u a flor de piel.
En Asunción no existe una “rockola” paraguaya. En Buenos Aires, sí. En la pizzería “La Cubana”, al lado de la discoteca “Mbareté Bronco”, hay una máquina reproductora de devedés, a la cual se le echa una moneda de un peso y se puede elegir un videoclip donde aparece Kemil Yambay y su conjunto Los Argentinos cantando Pyhare amangýpe frente a un estilizado rancho kapi’i. Mientras lo escuchan y lo ven, con los ojos húmedos, Rubén y Martina se intercambian recuerdos de sus valles lejanos y se hacen promesas de amor en guaraní.
En las marginales calles de Buenos Aires, la patria es un sueño difuso, una incógnita cotidiana. En las villas de Retiro, La Matanza, Fiorito, Ciudad Escondida o Fuerte Apache, los expulsados, los desheredados, los condenados a marcharse lejos del país en el que nacieron, se ven obligados a redescubrir lo mucho que aman a la patria que dicen odiar, a la patria que los hizo a su imagen y semejanza para de sí arrojarlos.
Cada día llegan más y más. Cada día, según los testimonios no estadísticos, entre 50 y 100 paraguayos y paraguayas bajan del tren o del micro en la vieja Estación Retiro, cargando una ajada valija de cuero o un gran bolso de cuerina negra, donde caben todas sus escasas pertenencias y todos sus sueños, todo su dolor del pasado y toda su ilusión del futuro.
Vienen desde las compañías rurales más distantes y olvidadas del Paraguay. Algunos ni siquiera tuvieron la oportunidad de conocer Asunción y el choque cultural de encontrarse en la gran urbe porteña los golpea con violencia. Muchos apenas saben hablar el castellano, y tienen que aprender a mimetizarse, a simular, a decir “caye” en vez de calle, para no ser detectados como “paraguas”, es decir, como intrusos indeseables en tierra extraña.
Hay quienes tienen suerte y consiguen enseguida un puesto de albañil en una obra de construcción o un empleo de doméstica “cama adentro” en algún hogar argentino. Se aguantan las ganas, trabajan duro y logran ahorrar dinero suficiente para enviar a sus familias, a fin de que vean que el sacrificio rinde sus frutos.
Otros deambulan sin encontrar lo que buscan. Duermen en plazas o pasillos, hurgan en los tachos de basura para comer, aprenden a ser cartoneros, linyeras, pibes chorros, atorrantas, minas fáciles, yiros, traficantes de paco.
Se aferran a los símbolos culturales del nacionalismo más estereotipado que alguna vez despreciaron: el sabor crocante de la chipa, el gusto amargo de la yerba mate, un trapo tricolor húmedo y en jirones, una foto amarilla, una estampa de la Virgen de Caacupé, una polca jahe’o o una cachaca estruendosa en un boliche. Cualquier detalle que les haga sentir la cercanía de la patria que está lejos.
“Ser un migrante es vivir con las raíces en el aire”, define certeramente el crítico literario paraguayo Edgar Valdés, que lleva 60 años viviendo en Buenos Aires, entre esos dos mundos que son el aquí y el allá, y que a veces terminan siendo un ningún lugar.
Durante varios días me tocó sumergirme de lleno en el mundo de los migrantes paraguayos en la Argentina. De esa experiencia ha surgido una serie de reportajes que ÚH empezará a publicar desde este lunes. Una búsqueda de respuestas a un drama social cada vez más pronunciado. Un interrogante vital acerca de un lacerado país que cada vez más manda a sus hijos afuera, lejos del destino y de la vida mejor que tanto necesita construir.