-¿Cuál es la historia que tiene por protagonistas al cadete Alberto Anastasio Benítez y el capitán Napoleón Ortigoza sobre la que se basa su libro?
-La historia es un fresco de lo que fue el Paraguay durante la dictadura de Stroessner y durante los primeros años de la transición democrática, porque se inicia muy atrás en el tiempo. En 1962, en un punto del barrio Trinidad, que hoy es la avenida Molas López y por entonces una zona casi rural de Asunción, apareció colgado de la rama de un árbol un jovencito con uniforme del Liceo Militar: El cadete Alberto Anastasio Benítez. En esa Asunción tan pacata, tan aldeana, en que las muertes violentas no eran comunes como ahora, el hecho conmocionó primero al barrio y luego a toda la ciudad, porque enseguida empezaron a correr rumores de distintos tipos sobre el motivo del suicidio y luego, de un supuesto asesinato pasional.
Eso motivó que incluso se exhumara el cadáver del cadete, aunque por distintos motivos no llegó a realizarse una autopsia, y pocos días después de ese fatídico 8 de diciembre de 1962, la Policía anuncia de manera espectacular que había resuelto el intrigante caso, y a través de los medios oficiales se dio a conocer la versión “verdadera”, oficial.
-¿Cuál fue esa versión?
-Que el cadete Benítez no era sino la punta de la madeja de una enorme conspiración contra el presidente Stroessner que abarcaba desde militares de la Caballería hasta contactos internacionales con el partido comunista ruso, el cubano y el brasileño. Involucraron también a Epifanio Méndez Fleitas y una partida de políticos paraguayos.
-¿Fraguaron una conspiración para atacar a los enemigos políticos del régimen?
- Se utilizó la muerte del cadete para hacer una razzia en lo que realmente les interesaba, que eran los oficiales de la Caballería, que siempre fue una unidad militar levantisca, revoltosa, con mucha intervención política desde su creación en la década del ‘30 hasta ese entonces. Y Stroessner lo sabía. Es posible que haya existido alguna conversación, alguna conspiración en ciernes. Lo concreto es que Stroessner apresa a un capitán de Caballería: Napoleón Ortigoza, y a sus ayudantes, y los sindica como los autores del crimen del cadete, y a partir de allí, empiezan a caer uno tras otros, decenas y decenas de militares que son llevados a Investigaciones, donde son torturados brutalmente, y obligados a confesar una conspiración ceñida a la historia oficial: El cadete Benítez había abierto desaprensivamente una esquela que un militar le enviaba a otro y se enteró de un plan subversivo y por eso, no tuvieron más remedio que matarlo, antes de que cuente.
-¿Cómo lo demostraron jurídicamente?
-Desde el punto de vista jurídico, eso era un disparate mayúsculo, nada coincidía con los hechos. El relato era inconexo. No había pruebas. La supuesta esquela, nunca apareció. Fue un invento, pero era la Justicia Militar de la época. Basada en el testimonio de todos los torturados, entre ellos Napoleón Ortigoza que, siendo torturado brutalmente, firmó una declaración indagatoria que le fue ofrecida por el entonces juez Wildo Rienzi que, en la transición democrática llegó a ser nada menos que presidente de la Corte Suprema de Justicia. Ahí comenzó un calvario para ellos. Fueron encerrados en celdas individuales en el Cuartel Central de Policía, se emitió una sentencia condenándolos a muerte. El caso llegó a tener tanta resonancia que el lugar donde se halló muerto al cadete Benítez se convirtió en un oratorio. La gente peregrinaba hasta allá en busca del milagro del cadete.
-¿Una figura milagrosa?
-Sí, y un mito popular, porque en aquella época los programas de la siesta de las radios eran los famosos radioteatros. Y uno de los más exitosos se basó en la historia del “Kurusu Cadete”, que se difundía por radio Comuneros.
Y a Ortigoza lo hubieran matado, probablemente, si no fuera por la intervención de un cura franciscano llamado Yosú Arketa, de radio Cáritas, que tenía un programa muy escuchado que se llamaba “De corazón a corazón”, a través de la cual asumió la defensa de Napoleón Ortigoza, porque el abogado de este, Alberto Varesini Closa, le había convencido al sacerdote de la inocencia de su defendido. Y la voz de Arketa era tan respetada que, finalmente, se transmutó la condena de muerte en 25 años de cárcel.
-¿Qué pasó luego?
-El caso entró en un largo silencio al final de toda la década del 60 y a lo largo del 70, ya nadie hablaba o recordaba a los presos que seguían completamente aislados, primero en el Cuartel Central de Policía y en la Guardia de Seguridad, después, hasta bien entrada la década del 80, cuando ya se habían convertido en los presos políticos más antiguos del continente. Incluso cuando Escolástico Ovando, ayudante del capitán Ortigoza, cumplió la pena de 15 años que se le había impuesto, igual continuó preso. Se le aplicó el artículo 79 del Estado de Sitio.
El caso fue considerado como una bandera de los derechos humanos en Paraguay por organismos internacionales y la valiente actuación de los abogados del Comité de Iglesias.
En 1988, cuando estaba por producirse la visita del papa Juan Pablo II al país, y ya todos habían cumplido su pena, Stroessner decide otorgarle la libertad a Napoleón Ortigoza. Pero no la libertad plena, ya que lo confinó a Santaní, donde no podía moverse de una pensión. Después de unos meses se le permitió que regresara a Asunción, a casa de su madre, donde no podía asomarse ni a la acera. Estaba bajo vigilancia permanente y nadie podía visitarlo.
-¿Fue de ahí que lo rescataron espectacularmente?
-Sí, en una arriesgada acción, en 1988, sus abogados Hermes Rafael Saguier y Felino Amarilla lo sacan en un auto. Escapan de la guardia, en medio de un tiroteo intenso y lo conducen a la casa del embajador de Colombia, muy cerca del lugar. De allí, después de larga peripecia, Ortigoza puede salir del país. Se dirige primero a la Argentina, luego se exilia en España, donde comienza un tratamiento siquiátrico para recuperar sus condiciones sicológicas que estaban afectadas luego de tan prolongado aislamiento al que fue sometido.
Para entonces ya había la completa convicción internacional de que Ortigoza era inocente. Que no tenía que ver con ninguna conspiración.
-¿Qué resaltaría de este caso a los jóvenes que no conocieron la vida en dictadura?
-Que este hecho no se hubiera dado si hubiese existido jueces valientes. Las barbaridades que hicieron los jueces militares y civiles son de terror. Demuestran una obsecuencia impresionante ante el dictador. Se hizo un prevaricato gigantesco para adaptarse a la historia oficial de la Policía. Y allí participaron muchos jueces que nunca pidieron disculpas, por el contrario, algunos como Wildo Rienzi, llegaron a cargos importantes en la época de la transición democrática. Otra cuestión que demuestra este caso es hasta qué punto en un Estado sin libertades públicas, sin libertad de expresión, se puede manipular tan ferozmente a la opinión pública. La gente creyó a pies juntillas la versión policial, porque no tenía la más mínima posibilidad de contrastar con otra versión. La policía decía que Ortigoza era el asesino del cadete y la historia no era contradecida por nadie. Un tercer elemento que destacaría es el uso brutal de la tortura y las violaciones a los derechos humanos.
Hay una camada de historiadores jóvenes que están empezando a investigar estos temas. Lo notable es que son argentinos.
La historia oficial difundida por el diario Patria y el radioteatro Kurusu Cadete sostuvieron el mito milagrero del joven cadete.