El mundo observó, atónito, cómo centenares de fachos enarbolando banderas confederadas, vestidos con camisetas con símbolos nazis y exhibiendo toda la estética paramilitar, entraban con facilidad al edificio que simboliza la institucionalidad democrática de los Estados Unidos.
Los disfraces estrafalarios disimulaban el infaltable culto a las armas que profesan muchos de sus adherentes.
Estaban estimulados por las arengas de un autócrata que los alentaba a reclamar en el Capitolio la supuesta victoria que les había sido birlada por no se sabe qué métodos. Jamás hubieran podido invadir las instalaciones de seguridad si la Policía no los hubiera dejado pasar sin mayores molestias. Los manifestantes de Washington penetraron al Congreso gracias a la misma circunstancia que favoreció a los manifestantes de Asunción, cuatro años atrás: quienes debían defender el edificio recibieron órdenes de no actuar.
Las imágenes de lo que ocurrió al interior del Congreso ondulaban entre el disparate y el espanto. Lo primero, por la calaña de los ridículos individuos que protagonizaban la decadente gesta. Y, lo segundo, porque lo que se veía estaba ocurriendo en el corazón de una nación que se vanagloria de la solidez de sus instituciones. Este tipo de tragicomedias políticas solo ocurrían en las republiquetas bananeras situadas al sur de México. Jamás en Norteamérica.
Y, sin embargo, lo que veíamos no era ficción. Allí, en esas solemnes salas en las que legendarios congresistas debatieron temas que cambiaron la historia del mundo, reinaba ahora un tipejo con el torso desnudo, cubierto por pieles y con cuernos, llamado Jake Angelini. Este insurrecto es todo un signo de los tiempos. Es un entusiasta de la teoría conspiratoria denominada QAnon, una secta virtual ampliamente extendida en los Estados Unidos, habitada por racistas y supremacistas obsesionados por un poder mundial oculto que incentiva la pedofilia y la corrupción. Para ellos, Trump es el único que se atreve a enfrentar a ese satánico “Estado profundo” y devolver a Norteamérica su grandeza.
La subcultura de internet permite que productos como QAnon se infiltren en los resquicios de democracias que generan insatisfacción y subyugan a mentes simples. A grupos así, solo le faltaba un líder que los empodere. Trump cumplió con creces ese papel. Felizmente hubo una mayoría de votantes que impidió su reelección.
Lo sucedido en el Capitolio interpela a la democracia norteamericana. Les duele la humillación a la que la arrastró Trump, pero fue su sociedad la que mayoritariamente eligió tener a ese magnate fanfarrón como presidente. Es la misma sociedad que nunca se sintió culpable de la intervención estadounidense en decenas de golpes de Estado en los países periféricos. Esos en los que es habitual que ocurran asaltos al edificio del Parlamento.
Lo ocurrido el pasado miércoles demuestra que el racismo institucional y la matriz supremacista blanca no se reducen a pequeños sectores radicales. Si los manifestantes fueran afrodescendientes, la respuesta policial hubiera sido otra.
Por ahora, me tranquiliza saber que Trump se va. Lo siento por los miles de trumpistas paraguayos que se veían reflejados en sus gestos bravucones y su discurso de odio. Algunos de estos compatriotas muestran un fanatismo superior al del tal Jake Angelini.
Se va en pocos días. Se va dejando tras de sí los restos humeantes de la triste función teatral que él y sus partidarios pusieron en escena en el Capitolio.