Convengamos que en este país, donde la mediocridad es el punto más alto a ser alcanzado, la educación universitaria siempre estuvo a la altura de esa medida. La UNA, nuestra más que centenaria universidad, nunca fue una casa de estudios destacada ni siquiera a nivel regional. Sesenta años después le siguió la Universidad Católica, con idéntico actuar. Ambas a nivel local nos proveyeron de una intelectualidad universitaria, por lo que tienen su indudable mérito. La anarquía política, la guerra y las dictaduras militares nunca dejaron que levanten cabeza. Por eso lo que más recordamos de ellas fue su lucha política contra la opresión, antes que sus propuestas destacadas en lo académico o elaboración de conocimientos que puedan competir a nivel internacional.
Con este estado de cosas llegó la libertad política y la transición democrática nos permitió el nacimiento de otras universidades privadas y públicas. Algunas de estas se posicionaron a nivel local haciendo una seria competencia a las dos tradicionales. Pero en aquel festival de nacimientos universitarios muchas llegaron con dudosas intenciones. Fueron pasando los años y las sospechas empezaron a materializarse. El término “universidad garaje” se volvió parte no solo del vocabulario y del paisaje nacional; era un concepto más que se sumaba a los tantos que usamos para describir nuestra tolerancia y convivencia con lo ilegal y lo hecho con mediocridad.
Las universidades garaje se volvieron parte de nuestro folclore, una mancha más al tigre paraguayo. Desde el Parlamento Nacional se permitió su proliferación, lo que es de lo más natural, pues ver que nuestros representantes avalen cuestiones que nos perjudican como sociedad también forma parte de ese folclore inveterado del que hablo. Y así miles de jóvenes paraguayos se inscribieron en tales casas de estudios sin saber lo que les esperaba.
Y cuando digo que no sabían lo que les esperaba, no me refiero a que esperaban una educación de calidad. Tampoco tales estudiantes eran tontos; sabían dónde se metían. El título que recibirían era lo esperado, no precisamente un nivel educativo que haya significado rigor y cientificidad. Apenas las que no son garaje pueden ofrecer esto. Para muchos entrar a tales universidades era la única opción; para muchos otros era la oportunidad de seguir estudiando y conseguir un título sin mucho esfuerzo.
Entonces, cuando me refiero a que no sabían lo que les esperaba, estoy hablando de la fenomenal estafa en que cayeron. Todo el tiempo y dinero gastado en la mensualidad ahora resulta que de nada ha servido, pues sus carreras no estaban habilitadas. En esta tierra de injusticias, aún nos sorprende y duele enterarnos de que podemos seguir engañando a nuestros compatriotas de esta manera. Se ha jugado con la juventud del país, con el potencial que tenemos como sociedad. ¿Que más prueba de lo mal que andamos podemos pedir?