“El presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino”, escribía Benedicto XVI en Spe salvi, reflexionando sobre la esperanza.
Y también el famoso psicoterapeuta Víctor Frankl, quien sobrevivió como prisionero de un duro campo de concentración nazi donde vivió el encierro, la amenaza de muerte, la precariedad afectiva y material, en su libro El hombre en busca de sentido, explicaba que “de acuerdo con la logoterapia, la primera fuerza motivante del hombre es la lucha por encontrarle un sentido a su propia vida”. Frankl, creador de la llamada tercera escuela psicoanalítica, se alejaba así de la preeminencia del placer (Freud) y del poder (Adler) en las motivaciones básicas que mueven a los hombres. Sin negar esas motivaciones, Frankl hablaba de que el hombre no inventa su esencia, como decía Sartre, sino que la descubre. O sea que descubrir el motivo, el sentido y la razón de nuestra esperanza es esencial para que nos levantemos cada mañana y vivir sin ser aplastados por aquello que no podemos controlar. Y también ayuda a resistir la adversidad de una manera no alienada ni tonta, sino humana, consciente.
En tiempos duros como este de pandemia, en que la fragilidad se entremezcla con el deseo de bien, hay emociones encontradas, y el dolor y la incertidumbre generan todo tipo de reacciones, surge la necesidad de encontrar un camino para llegar a ser lo que verdaderamente está en nuestra esencia, en eso que podemos llamar espíritu humano, puesto que somos seres con deseos grandes que superan lo que nuestra propia voluntad puede darnos. Pero por mucho tiempo la modernidad nos vendió el espejito del racionalismo que trata de alcanzar este sentido y su totalidad por la reductiva vía de la autoconstrucción voluntarista que asoció al progreso material.
Con ya más de un año de esta situación de expectación sobre lo que la enfermedad puede generar en la familia, en la economía, en la psiquis de las personas, para algunos la esperanza surge en los labios como un paño de lágrimas o incluso como una curita que pretendiera remediar un cáncer. Esa esperanza centrada en un difuso mañana, como un “todavía no” a la que, sin embargo, se aspira sin certezas, no llena las expectativas, no alcanza y termina generando más desesperanza.
Quizás hay que redescubrir lo que es la esperanza porque nos hemos acostumbrado tanto a ella en nuestro vocabulario heredado que nos falta experimentar hoy lo que es. Requiere coraje vivir esta esperanza como certeza de positividad que supera nuestros presupuestos e incluso transforma nuestra vida, desde sus raíces más profundas.
Nuestra libertad no es solo elegir sin más lo que nos da placer o poder; es una adhesión sincera al bien de la vida que tenemos. La esperanza es un abrazo fuerte a las bases de la realidad que nos sostiene, a su verdad, a su belleza, a su bien intrínseco.
A veces, en casa aislados, o solos en una cama de hospital, o afuera luchando por la vida de nuestros seres queridos, se redobla ese deseo de bien hacia nuestra familia, hacia nuestro propio destino y el de otros: Descubrimos en nosotros un algo que nos constituye, sea cual fuera la situación que atravesamos. Es el tiempo de sopesar y darle más valor a aquello que hace que todo valga la pena.
La esperanza no es un agobiante “todavía no”, sino un sustento real que nos ayuda a estar presentes con una altura humana, espiritual y trascendente en cualquier circunstancia y esto provoca paz y hasta un gozo de vivir que se transmite a los demás, incluso en pandemia. Porque la esperanza nos devuelve la fe en el ahora, es una prueba de que hay un sentido, no es un salto en el vacío, sino algo bueno que está sucediendo ahora y cuya totalidad anhelamos, la esperanza nace de certezas, es contagiosa y hace bien.