Y (Jesús) les dijo: –Así está escrito: Que el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día, y que se predique en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las gentes, comenzando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. Y sabed que yo os envío al que mi Padre ha prometido. Vosotros permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto.
En estas palabras de Jesús, con las que termina el Evangelio según san Lucas, se compendian los grandes temas que están en el corazón de la fe y la misión de la iglesia: Cristo murió y venció la muerte, para que todos se salven. El «éxodo» del que Jesús hablaba con Moisés y Elías en la transfiguración (cf. Lc 9,31), se ha cumplido en Jerusalén. Desde allí envía a los apóstoles, revestidos con la fuerza de aquel «al que mi Padre ha prometido», es decir, el Espíritu Santo, a predicar en todo el mundo la conversión para el perdón de los pecados (vv. 46-49).
Ellos fueron testigos de «todas estas cosas» (v. 48), ya que vieron la crucifixión y a Jesús Resucitado, así que pueden entender las Escrituras que hablan del misterio de Cristo, del Hijo de Dios hecho hombre, muerto por nosotros y resucitado, vivo para siempre y garantía de nuestra vida eterna. «Este es el testimonio –hecho no solo de palabras sino también con la vida cotidiana, dice el papa Francisco–, el testimonio que cada domingo debería salir de nuestras iglesias para entrar durante la semana en las casas, en las oficinas, en la escuela, en los lugares de encuentro y de diversión, en los hospitales, en las cárceles, en las casas para ancianos, en los lugares llenos de inmigrantes, en las periferias de la ciudad... Este testimonio nosotros debemos llevarlo cada semana: ¡Cristo está con nosotros; Jesús subió al cielo, está con nosotros; Cristo está vivo!» (1).
«Los sacó hasta cerca de Betania y levantando sus manos los bendijo. Y mientras los bendecía, se alejó de ellos y comenzó a elevarse al cielo. Y ellos le adoraron y regresaron a Jerusalén con gran alegría» (vv. 50-52). La reacción de los Apóstoles es sorprendente, lo más lógico es que se sintieran desconcertados y abrumados, porque Jesús se estaba separando definitivamente de ellos y se quedaban solos en la tierra, con una tarea por delante que superaba por completo sus fuerzas y capacidades, y, a la vez, debiendo afrontar las mismas dificultades con las que se había encontrado el Maestro. Además, si todas las despedidas son penosas, el adiós definitivo de Jesús en este mundo, los debería haber llenado de tristeza. Sin embargo, ¿cómo es posible que «regresaran con gran alegría» (v. 52)?
Benedicto XVI hace notar que si los discípulos vuelven alegres es porque «no se sienten abandonados; no creen que Jesús se haya como disipado en un cielo inaccesible y lejano. Evidentemente, están seguros de una presencia nueva de Jesús. (…) La alegría de los discípulos después de la “ascensión” corrige nuestra imagen de este acontecimiento. La “ascensión” no es un marcharse a una zona lejana del cosmos, sino la permanente cercanía que los discípulos experimentan con tal fuerza que les produce una alegría duradera» (2).
A la vez, están alegres porque son conscientes del gran bien que esa Ascensión trae consigo para toda la humanidad que, en Cristo, está llamada a participar de la gloria de la divinidad. Por eso, dice San León Magno, “cuando el Señor subió al cielo, los apóstoles no solo no experimentaron tristeza alguna, sino que se llenaron de gran gozo”. (Frases extractadas de https://opusdei.org/es-es/gospel/2022-05-29/).