Por Carolina Cuenca - ccuenca@uhora.com.py
Escuchando historias de gente que, teniendo oportunidades de estudiar y trabajar en sitios y de modos decentes, fracasa porque no es capaz de relacionarse positivamente con la realidad y con los desafíos que esta conlleva. Escuchando también historias de gente que, por el contrario, debe luchar el doble por crearse oportunidades mínimas que le permitan pensar en un futuro mejor, uno descubre como educador que las circunstancias realmente no nos determinan.
Nos condicionan ciertamente, como es evidente que ocurre con los campesinos sin tierra, por ejemplo, o con las personas que hoy están enfermas y buscan alivio en un centro público de salud, pero hay algo en los hombres que es capaz de sorprender, de brillar, de manifestarse en toda circunstancia, incluso en el dolor.
Lo decían unos especialistas en la obra del escritor Tolkien cuando enseñaban que él tuvo la sensibilidad de transmitir en las historias de El Señor de los Anillos, su aclamada trilogía, ese misterio que rodea la experiencia humana al enfrentar el dolor. Cuando todo se vuelve tragedia, surge con más esplendor la belleza de lo humano. “Eucatástrofe”, le decía el creador inglés, el giro esperanzador que salva las tragedias de la total oscuridad. Los poetas como Tolkien lo captaban profundamente. Él, que vivió la experiencia del sinsentido de la guerra mundial, donde murieron casi todos sus amigos de juventud...
Aunque el dolor está censurado en la mayoría de los espacios públicos, educativos y culturales por una cerrazón racionalista que a todo lo que no le encuentra una explicación, una etiqueta, lo niega. ¿Qué consecuencias trae esto?
Que al disminuir nuestra tolerancia personal al dolor, mucho menos podemos transmitirla a nuestros hijos como experiencia educativa.
Sin límites claros, alienados, pero siempre ansiosos de vivir cosas más profundas, las personas de este tiempo somos muy frágiles ante el dolor.
A veces, hasta incapaces de superar cualquier tropiezo y, lo que es peor, con medios insuficientes para aprender de ello.
Y, sin embargo, es parte de la experiencia elemental. Disimulado, evadido, evitado o no el dolor está, llega y hiere ¡pero también despierta el corazón del hombre! Su interior profundo. Su yo. ¡Cuánta gente que supera el cáncer se vuelve más filántropa, generosa, solidaria! ¡Cuánta gente que supera crisis económicas o matrimoniales, sale del pozo reconfortada, nueva, más transparente y sencilla!
Es cierto, hay dolores. La liturgia católica nos lo recuerda hoy: viernes de dolores. Los peores son aquellos que vienen sumados a esas injusticias silenciosas pero persistentes que ataladran el tejido de la paz social.
Hay dolores pero también hay esperanzas. Unas tratan de basarse en discursos, en meras expresiones de deseo (solo escuchar a los políticos vendiendo espejitos en estos días), pero otras surgen de auténticas experiencias cuando hemos superado aquella dificultad que parecía imposible de franquear.
Este tipo de esperanza es el que necesitan nuestros jóvenes, porque son verdaderas. Pero antes habrá que empezar por enfrentar el tema del dolor como una experiencia humana.