01 jul. 2025

El saber y el hacer para la realización humana

La característica de la vida humana es estar haciendo. La actividad es constante hasta que desfallezcan definitivamente nuestras fuerzas. Vivimos para trabajar, no para entregarnos al ocio. Éste es solo necesario para recobrar las energías. Un paréntesis en la continuidad de la vida activa. La evidencia acerca de la condición humana es que habitamos el mundo de la existencia como una especie laboriosa. Pero el trabajo, para realizarnos, requiere la colaboración instructiva y luminaria del saber.

Esa noción originaria de la cultura como procedente del arte de cultivar ya se basaba en el conocimiento. Precario entonces in illo témpore (en aquel tiempo), en que la humanidad dio el salto de la apropiación a la producción para alimentarse y sobrevivir. Nosotros ya advenimos en la época en que la interacción entre la ciencia, la tecnología y el trabajo está consolidada desde hace más de dos siglos.

El hacer ya es un saber-hacer. Y tanto para la actividad pura como para el pensamiento teórico. Pues los campos de la práctica, como la política, la economía, la ingeniería, la arquitectura o cualesquiera ocupaciones manuales, profesionales y técnicas, se apoyan en el conocimiento. Lo que en la epistemología se denomina como la “práctica teórica”. De la misma manera, el nivel de la especulación, como el de la lógica, del pensamiento filosófico, de la conjetura, de la investigación y del conocimiento científico, y, en general, de las ciencias humanas, avanza mediante la contracción al trabajo. En este caso, al “trabajo teórico”.

El saber asiste al hacer y la acción se guía por el saber. La ocupación adquiere la categoría de capacidad orientada por el conocimiento. El saber solo se manifiesta a través de la actividad que lo demuestra en obra. En acción sapiente. La ignorancia no sirve para la acción, menos para la responsabilidad. El ser humano, si no sale de ese penoso estado, no podrá calzar los zapatos del conocimiento para caminar hacia algún quehacer con el apoyo del saber.

¿Por qué el saber es tan importante para la política? Por la responsabilidad que se asume en esta disciplina, en el contexto del Estado y del Gobierno. Y con la misma o mayor importancia, en la sociedad misma. Las funciones eficientes del Estado y del Gobierno dependen del conocimiento de la Ciencia Política. Como ya advertía Max Weber, sin la posesión de los saberes de esta Ciencia, “las decisiones del poder están preñadas de las discrecionalidades de la subjetividad”. Y sus consecuencias llevan al fracaso al Gobierno, a la virtual ausencia del Estado y al desencanto de la sociedad civil. En la sociedad laica, que se caracteriza por la democracia, el desconocimiento de la Ciencia Política “fatalmente hace inútil al poder - señala Weber- , cuando no lo convierte en los abusos sultanísticos de la autoridad”.

El saber concede a la acción el dominio de la capacidad. El conocimiento transfiere al hacer la eficiencia en su actividad. La obra que realiza cumple los fines de la intención que la impulsa o expresa acabadamente la idea que la ha diseñado. Y donde hace falta el concurso de la racionalidad, como en la conformación de un equipo calificado para atender los asuntos de la República, el saber es el soporte de las decisiones según los criterios de méritos, aptitudes y de honorabilidad. Pero, ¿cómo el poder tendrá la idoneidad para la adecuada selección? La intuición no le basta si está acostumbrado a actuar bajo la creencia de su infalibilidad. Necesita de la certeza del conocimiento, para la cual la filosofía y la ciencia han buscado las verdades y elaboraron los fundamentos conceptuales. También de la experiencia, que aporta al saber y a las determinaciones el repertorio de confianzas que se alcanzan con las pruebas y las comprobaciones obtenidas y acumuladas.

La teoría y la práctica operan mediante una mutua relación. Y retroalimentación. Al conocimiento se accede con una disciplinada actividad de estudios, aprendizajes e investigaciones. Y la materialización del saber, en libros y acciones, es producto del sostenido esfuerzo por conocer, por trascender la subjetividad de las ideas y de los prejuicios, para subir al podio olímpico de la objetividad. La que, a su vez, es el resultado de un consenso intersubjetivo integrado por pares reconocidos por su sabiduría y eticidad. La opinión del vulgo sobre la teoría del poder no sirve ni es útil. Es simple aprensión. Tampoco el juicio del político inescrupuloso puede ser válido, porque su testimonio público y privado descalifica su moralidad.

Pero bajemos a las realidades sociales. En ellas hay que instalar la cultura del saber y del hacer. Al formar parte del universo humano, el individuo está impelido a hacer. A trabajar y distinguirse por su laboriosidad. En el mundo que vivimos es preciso solventar la existencia. Este condicionamiento exige preparación. De ahí la importancia de la educación.

Una sociedad bien formada cuenta con valores y capacidades. La educación debe enseñar a aprender a pensar y a hacer. Si confunde conocimiento con memorización, bloquea el pensar. Si se limita a transmitir las meras nociones del saber esquematizado, y no a conocer los principios por sus causas, institucionalizando el sistema de operatividades empíricas y del constructivismo práctico, reproduce el analfabetismo científico o técnico. Y si además la escuela, la universidad y la propia sociedad colectivizan el discurso amoral, con referentes para los cuales los valores de la ética son ignorados, y con toda impudicia pública, la educación nada puede hacer, sino sucumbir ante la inmoralidad.

El saber y el hacer son las largas rutas que debemos recorrer para Ser. Ejercidos con lucidez y constancia, ese ser que en el duro esfuerzo por avanzar no tropieza y cae en el terreno marginal de la ética, adelanta hacia su realización. Se mira en su conciencia cada noche, y en las paredes de su mente se pasea la imagen de su trajín diario sin amargas sombras. Descansa y duerme tranquilo. Al amanecer, antes de levantarse, se mira nuevamente en el espejo de su conciencia y se dice: “Hoy trataré de no desviarme. Persistiré firme, pese a las tentaciones”. La vida social no está exenta de trampas.

Desde el momento en que el saber penetra los dominios de la acción, no solo lo orienta. Invade sus deseos y su conciencia. La satisfacción de los deseos respondiendo a los dictados de la conciencia afirmará la integridad personal. Pero, ¿importa la integridad? Y aquí viene otro problema. Tal vez el fuero interno pueda darse la licencia para algunas transgresiones contra la ética e incluso contra el derecho. ¿Acaso el bienestar depende solamente de la recta conciencia? El libre albedrío sin el “imperativo categórico” eventualmente obviaría esa pesada vigilancia. Empero, no la realidad ontológica. Somos seres ante la vista de los otros. Nuestros actos y nuestro lenguaje no pueden eludir la observación de nuestro entorno social, y ya del mundo globalizado. Ineluctablemente nos juzgan.

Y es difícil realizarnos queriendo engañar a nuestra conciencia y a la sociedad. La integridad que pide la realización obliga a la unidad de la vida personal. El aparecer debe corresponder al ser. Al intentar engañar a mi conciencia, ya fracturo mi unicidad. El doblez se adueña de mi persona. Y esa fractura, que es la inconsistencia, forma la visión que proyecto a la sociedad.

Por eso el saber y el hacer son ineludibles para la realización humana, pero con la única condición de la integridad. Unidad indivisible avalada por la conciencia y el reconocimiento de la sociedad.

Las funciones eficientes del Estado y del Gobierno dependen del conocimiento de la Ciencia Política; de lo contrario, las decisiones del poder caen en la subjetividad

Juan Andrés Cardozo

Filósofo

galecar2003@yahoo.es

Filosofía