“Vino hacia él un leproso rogándole de rodillas”. Arrodillados asumimos la verdad de nuestra menesterosa vida y acogemos en nuestro corazón la maravillosa vida de Dios.
Ya casi nadie quiere arrodillarse. Muy pocos pueden vislumbrar que, quizá, ese gesto es el único que nos abre la puerta de la esperanza. Y, mucho menos, que posiblemente sea el acto más decente y estimable que podamos realizar en nuestro breve paso por la tierra. Por eso, en el evangelio de hoy aprendemos de un leproso una maravillosa lección evangélica.
El leproso de Galilea sabe que es leproso, asume su condición de descartado y presenta sus heridas a la mirada de Jesús. Es precisamente la aceptación de su miseria la que le lleva a correr para postrarse de hinojos ante el nazareno que, aunque no lo sabía, es el verbo de Dios encarnado.
Porque arrodillarse también implica reconocer que no estoy solo con mis penalidades. Que hay alguien que puede librarme de mi inmundicia. Que hay alguien a quien puedo confiarle mi nada y mi pobreza. Un hombre, una mujer arrodillados son el mejor icono de la esperanza.
Arrodillarse ante Jesús significa que solamente Él justifica mi existencia. Queremos vivir arrodillados siempre: Cada mañana y cada noche, nada más levantarnos y antes de acostarnos.
Deseamos arrodillarnos también ante el Cuerpo y Sangre todos los días en la misa, cuando resuenan en el templo las campanillas durante la elevación de las sagradas especies. Y también delante del sacerdote en el sacramento de la Penitencia. Como el leproso queremos decir: Si quieres, puedes limpiarme. Porque deseamos escuchar la voz de Cristo, que dice: Sí, quiero, queda limpio.
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-es/gospel/2022-01-13/).