En los últimos días del mes de octubre de este año, la cadena cárnica de la cual formamos parte, acordó concentrar esfuerzos para reducir el precio de algunos cortes de carne hasta que termine el año. Esta autorregulación propia de gremios que tienen como principio la responsabilidad social y la empatía necesaria para mirar más allá de las ganancias no es un acting (una simulación), es más bien un reflejo de la propia condición del productor, quien durante varias temporadas se ve expuesto no solo a los caprichos de la naturaleza con sus inundaciones o sequías, sino también a la irresponsabilidad de quienes inician incendios, a los que eligen el camino fácil del abigeo y el gran flagelo del secuestro y el narcotráfico.
La primera respuesta de muchos sectores políticos y movimientos que se autodenominan sociales es la errónea idea de intentar congelar los precios como si la suba de los mismos se tratase de un antojo de productores, agricultores, supermercadistas o la propia industria. Esa idea intervencionista tan peligrosa y propia de quienes no conocen del trabajo y los procesos emprendedores, donde uno mismo es el único capitán/a de su destino económico, solo desalienta la inversión.
El control de precios nunca funcionó, y solo termina generando desabastecimiento e incluso la muerte de una empresa o industria si no logra adaptarse a esta política. Si lo que uno produce tiene un tope no flexible en su precio final llega un momento que ya no es negocio la producción, no se cubren los gastos operativos y no existen ganancias.
Es la producción y el desarrollo desde la iniciativa privada la que va a lograr estabilizar la economía pospandemia, así como la lucha contra la desigualdad de oportunidades para la ciudadanía. Pero esto es imposible concebir sin actores políticos que entiendan los factores, y que se comprometan a ser los articuladores de escenarios donde la seguridad jurídica y personal esté como bandera no solo en discursos, sino también en acciones claras y concretas, con objetivos viables y medibles.
Claramente la corrupción y el contrabando son uno de los principales flagelos que exponen al consumidor final y que sacrifican la producción nacional. Si esta lógica no origina un mínimo de nacionalismo que albergue una conciencia de proyección que no se pierda en la inmediatez de la ganancia fácil, nos encontramos en una guerra donde ponemos en riesgo la independencia económica de nuestro país.
Necesitamos apelar a valores que solidifiquen la protección a lo que Paraguay produce, buscando alternativas prácticas para quienes hoy le hacen el juego a los que eligen el camino corto e ilegal.
El contrato social por el cual cedemos algunas libertades y la administración de la fuerza exige una depuración del propio Estado, envuelto en una clase política desprestigiada que va dejando vía libre a esas figuras mesiánicas que llegan por debajo produciendo una grieta que enceguece y aturde. La solidaridad, el compromiso y el liderazgo de quienes producen con sus propias manos requieren del acompañamiento de todos los sectores para que Paraguay vuelque su estabilidad y potencial macroeconómico a todos sus ciudadanos.