10 may. 2024

El comisario que entregó el informe

Alfredo Boccia Paz

En la mañana del 22 de diciembre de 1992 ocurriría uno de los eventos más sorprendentes de la complicada transición democrática paraguaya. Hacía menos de cuatro años que el general Alfredo Stroessner había sido derrocado luego de gobernar el país durante 35 años.

La institucionalización democrática avanzaba a pasos de tortuga, pues los colaboradores civiles y militares del dictador seguían tutelando el rumbo político de la nación. Por ello, prácticamente nadie mantenía esperanzas de que fuera posible conocer y juzgar los crímenes cometidos durante los años de autoritarismo.

Al igual que en los países vecinos, sometidos a la violencia política en tiempos cercanos, los relatos de las víctimas de encierros sin juicio, torturas y otras vejaciones a los derechos humanos, así como las denuncias sobre desapariciones, colisionaban con la dificultad de encontrar pruebas de esos delitos.

Antes de irse, los dictadores de la región se cuidaron de quemar los archivos que los incriminaban. Recuperadas las libertades públicas, emprendedores de la memoria y familiares de las víctimas presionaban a los gobiernos para que fueran creadas comisiones de Verdad y Justicia que investigaran las denuncias.

En Paraguay tampoco eso había sido posible, pues el Partido Colorado, sostén político del dictador, seguía en el poder y no tenía ningún interés en revisar sus propios crímenes.

Por ello, cuando al final de aquella mañana los cronistas radiales informaron que un juez estaba allanando un cuartel en busca de los archivos del tenebroso Departamento de Investigaciones de la Policía de la Capital, la percepción general fue de incredulidad. Eso no podía estar pasando. Y, sin embargo, se convirtió en la noticia más estremecedora de aquel verano.

Cuarenta años de historias secretas aparecieron expuestos allí, en esa montaña de papeles que emergían en una ignota dependencia policial del barrio Santa Lucía de Lambaré. La sensación de absoluta impunidad que tenían los jerarcas de la Policía, pese a los anunciados nuevos tiempos democráticos, les había jugado en contra.

No destruyeron sus preciados archivos secretos. Pensaban que eran demasiado valiosos para quemarlos, podían volver a ser útiles en algún momento. Esa inmensidad de datos modificaría para siempre la visión histórica del stronismo. ¿Cómo desmentir su veracidad si esos documentos estaban firmados por los propios criminales? La memoria, esa arma de larga duración, al decir de Eduardo Galeano, descorrería a partir de entonces las cortinas del olvido e impondría su majestad.

Lo que vino después ya se sabe, es parte de la historia mundial contra la impunidad. El recuerdo que se guardaba del dictador jamás volvería a ser el mismo. El general estaba informado de todo: de los suplicios, de las desapariciones, de las expulsiones, de las cárceles eternas. Esos papeles permitieron reconstruir el Plan Cóndor, las conexiones del anticomunismo mundial con los represores sudamericanos, el destino de los ejecutados, cuyos rastros se habían perdido luego de su apresamiento.

Frente a este caudal de informaciones, que ocupó páginas y páginas de los diarios de la época, los motivos que permitieron el descubrimiento de dicho archivo pasaron a un segundo plano. ¿Qué extrañas circunstancias precedieron a la aparición de documentos tan prohibidos? Las versiones eran variadas y contradictorias. Se hablaba tanto de una jugada política para perjudicar a uno de los candidatos en la campaña interna del Partido Colorado, como de una venganza de la mujer de uno de los jefes policiales de la época.

Tampoco ayudaba que Martín Almada, la persona que llevó a la comitiva judicial a allanar aquel cuartel, ofreciera respuestas cambiantes a quienes le preguntaban cómo se había enterado de la existencia del archivo. En medio de tanta confusión, la prensa otorgó poca relevancia a lo declarado por aquel policía que se encontraba del otro lado del portón de acceso del Departamento de Producciones de la Policía de la Capital, a quien el juez José Agustín Fernández intimaba que le abriera el paso en nombre de la ley. El hombre, que parecía un personaje secundario de una historia que tenía protagonistas más importantes, es el autor de este libro.

El comisario principal Ismael Aguilera cumplía las funciones de subdirector de aquel recinto policial, aunque su ocupación prioritaria era recorrer las fábricas que producían ladrillos para la Policía en ciudades del Departamento de Cordillera. El autor refiere que, desde tiempo antes, había constatado la utilización deshonesta de los recursos de la unidad por parte de altos mandos policiales, en especial, el general Francisco Sánchez y el comisario principal Héctor Calderini.

Estaba dispuesto a realizar un informe confidencial al diputado liberal Francisco De Vargas, largamente vinculado a la defensa de los derechos humanos, cuando observó un hecho que apresuró sus acciones. El comisario Aguilera verificó que se estaban quemando documentos de la Policía de la Capital en el patio del cuartel, y que dichos papeles se extraían de una habitación que permanecía siempre cerrada.

Surge así el informe clave que es entregado al citado parlamentario en su propio domicilio. Se trata de las seis páginas que son reproducidas en este libro. Allí el comisario Aguilera denuncia el robo de tejas, tejuelones, baldosas, muebles y otros materiales del Departamento de Producciones y, en unas pocas líneas, revela que “en el pabellón del medio” se encontraba el acervo documental del stronismo.

En el libro se encuentra la explicación de un hecho que siempre fue intrigante. A pesar de ser el primero en tomar conocimiento de la posible existencia de un archivo policial de la época de la dictadura, Francisco De Vargas no dio mucho crédito a la información que tenía en su poder y que compartió con el juez Fernández.

En cambio, Martín Almada, actuando con gran iniciativa y rapidez, se quedó con la gloria de ser el descubridor del archivo. Poco tiempo antes, Almada había presentado un recurso de hábeas data exigiendo la entrega de los datos que la Policía tenía sobre su persona. La institución policial respondió que desconocía el paradero de sus archivos; y esa respuesta dejó el asunto pendiente y abrió el camino para que Martín Almada estuviera al lado del juez José Agustín Fernández en el cuartel indicado por el comisario Ismael Aguilera.

Es poco usual que los protagonistas de hechos políticos en Paraguay dejen memoria escrita de sus actos. Ismael Aguilera, dispuesto a lavar su nombre y aportar su testimonio sobre un episodio crucial de la transición, rompe esa tradición ágrafa y nos ofrece este libro que llena vacíos e invita al contraste de datos y versiones. Muchos actores de ese tiempo se llevaron a la tumba lo que sabían, lo cual es una lástima, tratándose de uno de los hallazgos documentales más importantes del siglo.

Esta obra es también la historia de una época desde la visión de un uniformado durante los años del autoritarismo stronista.

La carrera profesional de Ismael Aguilera, jalonada por avatares e injusticias, muestra el itinerario de alguien que llegó a la jerarquía de comisario principal con la convicción de que alguna vez sería posible contar su verdad. Y lo hace con este libro, que aporta piezas a un rompecabezas que seguirá incompleto, pero que cada vez se dibuja con mayor claridad. La narración atractiva y el ordenamiento contextual de los episodios demuestran el excelente trabajo de edición y soporte documental que ha tenido su relato. Su aporte es trascendente, pues es la visión de alguien que vivió los acontecimientos desde adentro.

Esa historia no la suelen escribir los represores ni pueden hacerlo sus víctimas. Allí radica la importancia del testimonio del comisario Ismael Aguilera.

Mi lucha por la verdad

En diciembre de 1992, el entonces comisario Ismael Aguilera fue protagonista del hallazgo de las pruebas innegables de las torturas cometidas durante la dictadura de Alfredo Stroessner. En primera persona plasma su verdad en este libro que los lectores de Última Hora podrán recibir junto con su ejemplar diario el próximo jueves 22 de diciembre, reservando con el canillita a G. 50.000.

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