Blas Brítez - bbritez@uhora.com.py
Kyo es jefe de la revuelta comunista en Shanghai, en 1927, contra las fuerzas reaccionarias de Chiang Kai Shek; May, su esposa, milita cotidianamente en los hospitales de campaña, en medio de la miseria y de la muerte. Se aman. Ambos sufren a su manera, y por su lado, los rigores de la historia, el dolor de estar pariéndola. China está en su hora decisiva. El mundo entero está cambiando. Y en medio de ese parto esencial está el amor, inevitablemente, antes que la muerte y aún después de ella. Un amor de novela, extraordinario y cotidiano como todo amor. La condición humana, publicada por André Malraux hace exactamente ochenta años, y el Día de los Enamorados de ayer, con su típica carga consumista y superficial de cada 14 de febrero, son los que me llevaron a pensar en cómo la literatura ha reflejado esa pequeña y loca cosa llamada amor, a la que John Lennon le atribuía el poder de tener todo lo que necesitamos.
De hecho, no es casual esa relación entre la literatura y el concepto de amor como hoy lo conocemos. Algo de culpa tiene aquella: el llamado dolce stil nuevo (dulce estilo nuevo) de la poesía de Dante Alighieri, en el siglo XIII, sentó las bases de un amor cortés en el que, sobre todo, la mujer es solo depositaria del amor, y el amante se redime de sus ataduras terrenales mediante su amar grandilocuente y público. Algo así como lo que sucede cada 14 de febrero, según una tradición no exenta de efluvios patriarcales.
Aún así, no quiero perder la oportunidad de recordar algunas novelas “de amor” (o no) que le dan profundidad a una parte de la cultura occidental abiertamente comercial, que prefiere el enamoramiento fugaz por sobre el amor perdurable. Pienso, por ejemplo, en El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez, y su destino contrariado redimido en la senectud; pienso en Todos los nombres, de José Saramago, en esa búsqueda interminable y dolorosa de un nombre específico y de una persona específica entre todas las personas y los nombres; pienso en el sufrimiento de la escritora paraguaya Raquel Saguier en la reconstrucción autobiográfica de la historia suya y de su marido súbitamente muerto en El amor de mis amores; pienso en el amor homosexual de La muerte en Venecia, de Thomas Mann, exaltado y triste con un fondo de góndolas impenitentes; pienso en Tokyo blues, de Haruki Murakami, esa melancólica melodía beatle que bailan Watanabe y Midori sobre la delgada y frágil línea de una juventud hastiada y en la incertidumbre de fines del siglo XX.
La literatura inventó el amor; pero también, este inventa a aquella todos los días, con historias para enamorados más exigentes. Los lectores y los amantes, agradecidos.