Escribo estas líneas con profunda decepción, las madres, esposas e hijos que perdieron a sus seres queridos en marzo de 1999 hemos recibido nuevamente un golpe, cuando pensábamos que ya nada podría lastimarnos, porque toda la injusticia cometida con nuestra causa ya estaba hecha, nuevamente otra injusticia, otro golpe a la razón, a la ética, al decoro y, por sobre todas las cosas, a nuestros derechos humanos.
Lino César Oviedo Silva, fue galardonado por la Cámara de Diputados como defensor de los Derechos Humanos, ¡nuestro verdugo!
La impunidad reina en este país, en donde por medio de pactos y componendas quedan libres y sobreseídos los pesos pesados de nuestra política criolla, y estamos tan acostumbrados e ello que ya ni siquiera nos sorprende, hasta casi podríamos decir que lo esperamos como un destino inevitable.
Y qué podíamos esperar del presidente de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados, “digno representante de su líder”, secundado por la hija del mismo. A la clase política de este país, el tema Siglo veinte cambalache le fue escrito a medida, cualquiera es un señor, da lo mismo un ladrón que un gran profesor.
Los galardones y premios se regalan a quienes les caen bien, o a su familia y parientes, tal vez también a quienes necesitan para “algunos favores”.
Las familias enlutadas por la sangre derramada en marzo de 1999 hemos sido atropelladas en nuestros derechos humanos una vez más, al ser abofeteadas con la noticia de este galardón.
Debería contarse entre los derechos humanos de las víctimas el derecho a que no se nos friegue por la cara la indecorosa impunidad con la que se maneja nuestra tibia sociedad.
Gladys Bernal
LA DESEABLE PAZ
La guerra es un escenario demasiado frecuente en el mundo. Algunos nos libramos, aun cuando los medios de comunicación acerquen esa lejanía dolorosa para los que allí viven, pero las imágenes, con el estómago lleno, siempre resultan indoloras.
Como casi siempre, para lo bueno y para lo malo, una minoría empuja a una mayoría.
Las pasiones que mueven a unos pocos arrastran a otros muchos para que tomen las armas y arrasen cuanto encuentran a su paso, sin discriminar combatientes o meros ciudadanos.
Las mujeres y los niños llevan la peor parte en guerras de las que no acaban de comprender la razón por la que se han iniciado y que nunca acaban.
Y cuando la paz llega, si es que llega de verdad, todavía no se ha acabado todo.
Como espectadores, puede parecernos que la paz llega simplemente cuando cesan las noticias de guerra en la televisión, cuando han dejado de ser noticia las marchas de un pueblo acosado por el frío, el hambre y las metralletas de los milicianos; pero la paz necesita asentarse en la vida diaria. Como cuando ocurre una catástrofe, lo peor puede venir a continuación.
Recuerdo un cuadro de Van Gogh, en el que un padre, en cuclillas, espera con los brazos abiertos los primeros pasos de un niño pequeño a quien sujeta su madre, la esposa. Todo ello en un jardín entre familiar y huerto. Todo un símbolo de esa paz que todos anhelamos, y que parece tan difícil de encontrar, no ya en el mundo, sino entre la misma familia, o la paz interior de los habitantes de un mundo que corre en pos de no se sabe qué.
La paz exige retorno al hogar, reconstruir casas y, sobre todo, reparar corazones. La paz no solo es una chimenea humeante bajo un techo; es también la tranquilidad de espíritu, la ausencia de odio hacia los otros, el olvido de rencores contra el vecino, y un futuro abierto a la esperanza.
Esa paz en el corazón exige paciencia y ayuda. Una paz de este tipo es posible que solo los niños la lleguen a alcanzar, ya que para los mayores no será fácil que olviden lo que han sufrido, que olviden a quienes han dejado su vida en el camino, que ya no podrán volver.
Nosotros, nuestros antecesores, hemos pasado por todo esto, y parecía que los niños, que fuimos creciendo desde aquel entonces, sí habíamos encontrado la paz necesaria.
Seguramente nuestros padres, sujetos activos en el sufrimiento, supieron seguir adelante, dejando rencores por el camino como jirones de vida. Pero, como siempre, unos pocos quieren mover a unos muchos para reavivar odios y rencores, para abrir heridas cicatrizadas.
Agustín Pérez Cerrada
¿POR QUÉ, SEÑOR, TANTA TRIBULACIÓN?
Amable colega lector, el panorama que nos ofrece el mundo actual es poco alentador, vemos muchas almas desviadas, adorando sus más bajas pasiones; una gran parte de la juventud está decrépita y corrompida, con rumbo desconocido, como una nefasta herencia de algunos de nuestros mayores (antepasados y presentes).
La esperanza, una de las tres virtudes teologales, parece extinguirse paulatinamente de nuestro acervo espiritual.
Como decía el genial Mario Moreno (Cantinflas): “Amaos y no armaos, los unos con los otros”, magnífica y sublime expresión, de bello y singular contexto (para los sabios), obsoleta, en desuso y letra muerta (para los necios).
“Dichoso el que puede conocer el porqué de las cosas”. Virgilio, poeta latino.
Amable colega lector, con fe lúcida y henchido de renovado y pletórico optimismo, tenga usted la plena convicción y certeza, a rajatabla, que no todo está perdido por siempre.
En consecuencia, escudriñando la Sagrada Escritura (palabra de Dios), que nos habla paternal y amorosamente, por la vía directa, rápida y segura, sin artificios ni subterfugio alguno; encontramos la fórmula mágica, eficaz e infalible, para todos los males que azotan a la humanidad entera.
Que el hombre debe estar inmerso, hasta los tuétanos, de esa piedra filosofal, piedra angular, fuerza motriz, raíz generatriz del supremo bien, el principio de toda sabiduría humana, emanada de la sabiduría sapiencial divina, que es “el Temor a Yhavé" (Prov. 1- 7), que no es tenerle miedo, sino que significa mirar hacia Él con un amor lleno de respeto antes que a cualquier otro; tenerle presente en todas nuestras decisiones, en un mismo sentir, pensar y actuar.
Ahora bien, el respeto es lo contrario al miedo, y si alguien exige nuestra sumisión por la fuerza (como nunca lo hace Dios), ya no será respeto, sino miedo.
Moraleja: Cuando tú nacías, todos reían y tú llorabas, vive de tal forma que cuando tú mueras todos lloren, y solamente tú sonrías en la gloria de Dios.
Vicente Maldonado Benítez
CINº 119.531