28 mar. 2024

Crónica desde el borde del Apocalipsis

Andrés Colmán Gutiérrez – @andrescolman

Algo parecido solo lo habíamos visto en imaginativas películas y series de televisión: Contagio, La Jetée, Virus, 12 Monos, The Hot Zone, Epidemia, Ceguera, A ciegas, Soy Leyenda o la camada del Apocalipsis zombie, principalmente The Walking Dead. Hasta que un día cerraron las salas de cine del mundo y los habitantes del planeta nos encontramos inmersos en una de esas apocalípticas tramas, sufriendo en carne propia. La realidad copia a la ficción y encima nos toca un guionista despiadado.

Hoy tres gotitas de mocos en el aire son capaces de hacer temblar al mundo y doblegar a las más grandes potencias. En el desgarrado corazón de Sudamérica, antes que otros vecinos, nos vimos obligados a retomar la épica del Supremo doctor Francia: cerrar nuestras fronteras y aislarnos “sobre el núcleo de nuestra propia fuerza” para intentar sobrevivir.

La pandemia del Covid-19 llegó para enseñarnos cuánto vivíamos equivocados. Ya no son solamente los pobres e indigentes los apestados -como muchos habían creído ideológicamente-, sino también jefes de Estado, estrellas de cine, empresarios millonarios. El virus iguala a ricos y pobres, a cerristas y olimpistas, a ateos y creyentes, a católicos y musulmanes. El contagio llega igual para naciones ultradesarrolladas como para países tercermundistas. Los muros con alambradas y los misiles no pueden detenerlo. Quizás solamente una red invisible pero constante de solidaridad y de fortaleza social comunitaria.

Al contrario de lo que el sistema dominante sostenía, hoy descubrimos que la ciencia es más importante que la economía. Un médico o una enfermera se han vuelto más necesarios que un futbolista o una celebridad de la farándula. Un hospital es más valioso y urgente que un shopping, un estadio o una autopista. Las cosas materiales que antes considerábamos fundamentales para construir nuestra comodidad han perdido su sentido de prioridad. Ahora lo primero es la vida. Mantenerse vivos. Sobrevivir, aunque tengamos que dejar que tantas otras cosas se disuelvan en la nada.

Recluidos a la fuerza en nuestros hogares como náufragos en medio del océano urbano o en islas de soledad, apreciamos el valor de la intimidad familiar o personal, la posibilidad de reflexionar. Nos convertimos en filósofos existencialistas. En medio de esta prisión casera descubrimos la necesidad de estar juntos, aun distanciados.

Internet, los teléfonos celulares y los medios de comunicación se nos han vuelto vitales herramientas para no caer la desesperación. Entendemos el valor del arte como bálsamo para el espíritu. Asistimos a conciertos en línea y películas por streaming, nos abrazamos con el alma por teleconferencia.

Estamos con miedo. Reconocerlo no es cobardía. Hasta las iglesias y los templos han cerrado sus puertas, la fe, la oración y las creencias resultan muy válidas, pero no son suficientes. No existe un lugar seguro. No hay un búnker antinuclear que nos proteja. Lo único que nos puede salvar es la solidaridad, cuidarnos unos a otros, obedecer las reglas sanitarias, no discriminar a quienes padecen el contagio, acompañar críticamente y respaldar el trabajo de las autoridades, #QuedateEnCasa, #EpytaNdeRógape, sentirnos distanciados físicamente pero muy cerca en el corazón.

Aceptamos que la pandemia exige recortar libertades y derechos, pero no renunciamos a vigilar y exigir que todo se haga con valores de la democracia, con honestidad y transparencia. Nos queda aprender de esta emergencia global a ser más higiénicos, más respetuosos del medioambiente, cuidadores de nuestra madre tierra, más justos y solidarios. El futuro es incierto, pero nos deja de ser esperanzador mientras mantengamos abiertos el corazón y la mente. Otro mundo será posible después del Apocalipsis. Si no lo podemos construir nosotros, lo harán quienes queden vivos: Nuestros hermanos, nuestros hijos, nuestros nietos. Hagamos lo mejor que podamos mientras estemos vivos.

Que ese sea nuestro legado.

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