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La publicación ayer, en tapa de Última Hora, de la dramática y elocuente imagen, debida al talento del fotógrafo René González, de un grupo numeroso que “con palas o con las manos... extrajo de la tierra bolsas con cortes de carne...” que el día anterior fueron enterradas en una “fosa sanitaria” tras ser decomisadas cuarenta toneladas de contrabando, trajo a mi memoria aquella noticia de hambreados argentinos comiendo gatos.
La foto de González y otras que se publican en la página 28 valen más que mil palabras, como se dice cuando una imagen logra sintetizar, tras el oportuno ¡clic!, la vastedad y complejidad del drama humano. Nos quedamos azorados al verla, abrumados por todo lo que muestra y dice. Angustiados por las preguntas. Aplastados por la culpa. Impotentes.
Esa carne, podrida en gran parte, infectada de vaya a saber qué, arrancada del suelo con palas y uñas, como se recuerda que en la Guerra Grande el pueblo buscaba raíces para sobrevivir, nos obliga a pensar: ¿Qué país tenemos? ¿Qué estamos haciendo? Ninguna respuesta simple, retórica, es aceptable.
Todo lo que digamos, las culpas que imputemos y las propuestas que estamos haciendo, suenan insuficientes ante la contundencia de lo que se ve, no solo en las fotos, sino en el trajinar diario. La evidencia terrible de que miles de personas, cada vez más, se hunden en la degradación, en la miseria moral, cultural y económica, mostrándonos, en hechos, comportamientos y manifestaciones agresivas que todo les da igual, hasta comer o traficar carne podrida, es de una magnitud desesperante.
Pero, ¿es esa degradación de los miserables evidentes algo aislado? ¿Qué tiene que ver con los que comemos la carne que nos llega de una segura cadena de frío? Tal vez la carne que consumimos no esté podrida, pero comemos, todos los días, la carne podrida del discurso de la evasión de responsabilidades, tanto en lo que ocurre como ocurrirá.
Algo estamos haciendo muy mal o no estamos haciendo bien demasiadas cosas.
Lo que pasa no es solamente culpa “de las administraciones anteriores”, “de los ricos” o del “neoliberalismo” como ciertos políticos buscan simplificar para medrar en las esperanzas de las clientelas electorales desesperadas o frivolizadas. Tampoco de los profesionales que prosperan a la sombra de conmovedores “reclamos populares”, organizados como negocio permanente o arma para obtener lo que se les dé la gana.
Es más profundo. Hay quienes piensan que somos una sociedad inviable, que tenemos un Estado fallido y una cultura desarticulada que no proveen los recursos básicos para la iniciativa hacia cambios efectivos, de manera que lo constatado como hecho -gente comiendo carne podrida en una fosa sanitaria- deja de ser algo posible de erradicar y se vuelve fatalidad del capitalismo o de la voluntad divina. Nos debatimos en la impotencia derivada de la ignorancia estructural de un país fracasado, o al menos gravemente atrasado, en la construcción del intelecto social y la voluntad política.
Entonces, nos viene a la mente una metáfora atroz. Los indigentes o los degradados, los miserables de hoy, que fotografió González comiendo carne podrida, somos también los que nunca saldremos en la foto. No somos, tal vez, tan dramáticamente perceptibles. Pero todos los días comemos “carne podrida” que no nos matará de algún botulismo clínicamente verificable, pero que nos envenena la conciencia y la inteligencia, esterilizando nuestra posibilidad de racionalidad mínima necesaria para dar con el camino que nos saque de la ignominia de la miseria.
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Publicado en la edición impresa el domingo 29 de Marzo|2009