Leemos en el Evangelio de la Misa, que publicanos y pecadores se acercaban a Cristo para oírle. Pero los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: Este recibe a los pecadores y come con ellos.
Meditando la vida del Señor podemos ver con claridad cómo toda ella manifiesta su absoluta impecabilidad. Más aún, él mismo preguntará a quienes le acusan: ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?, y “durante toda su vida, lucha con el pecado y con todo lo que engendra pecado, comenzando por Satanás, que es padre de la mentira... (cfr. Jn 8, 44)”.
Esta batalla de Jesús contra el pecado y contra sus raíces más profundas no le aleja del pecador. Muy al contrario, lo aproxima a los hombres, a cada hombre. En su vida terrena Jesús solía mostrarse particularmente cercano de quienes, a los ojos de los demás, pasaban por “pecadores”. Así nos lo muestra el Evangelio en muchos pasajes; hasta tal punto que sus enemigos le dieron el título de amigo de publicanos y de pecadores. Su vida es un constante acercamiento a quien necesita la salud del alma. Sale a buscar a los que precisan ayuda, como Zaqueo, en cuya casa él mismo se invitó: Zaqueo, baja pronto le dice, porque hoy me hospedaré en tu casa. El Señor no se aleja, sino que va en busca de los más distanciados. Por eso acepta las invitaciones y aprovecha las circunstancias de la vida social para estar con quienes no parecían tener puestas sus esperanzas en el Reino de Dios. El hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino a servir... A servir a todos: a quienes tienen buena voluntad y están más preparados para recibir la doctrina del reino, y a quienes parecen endurecidos para la palabra divina.