¿A quién se le ocurre venir a vivir a Paraguay?

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La niña de ojos grandes comenta durante la cena que tiene un nuevo compañerito en la escuela. Un niño español “muy inteligente” –añade– que llegó al país el año pasado. Sus padres decidieron instalarse en Asunción y “están contentos hasta ahora”, asegura. El relato entusiasta de la pequeña de 11 años culmina con una pregunta que deja algo perplejos a sus progenitores: “¿A quién se le ocurre venir a vivir a Paraguay, verdad?”

El diálogo prosiguió con preguntas acerca del porqué le resulta tan extraño que un europeo quisiera instalarse en nuestro país. En todas las respuestas de la niña quedaba en evidencia la gestación de un claro sentimiento de desprecio hacia las cosas nacidas y construidas en Paraguay, incluido el bello idioma guaraní, el que “no pega” con relación al inglés, acota la pequeña.

¿En qué momento se generó este sentimiento? ¿Cómo se instala en niños la imagen de que ser paraguayo es ser menos? ¿De dónde absorbemos esta idea tan negativa de lo que somos? Según historiadores, este sentimiento negativo y destructivo tiene fuertes raíces en el genocidio de la Guerra Grande. Tanto desprecio y humillación dejaron huellas. “A ustedes, los paraguayos, les encanta tirarse mierda”, me repite a menudo un amigo argentino. Y, tristemente, en algo tiene razón.

El tema es preocupante, porque las palabras y percepciones tienen sus efectos en las conductas. El aprecio hacia uno mismo es un factor clave para la realización personal. De igual manera, la autoestima termina siendo vital para el desarrollo de un país. Si todos nos consideramos “lo peor”, difícilmente se pueda avanzar.

Paraguay cuenta con grandes riquezas, tangibles e intangibles, pero urge tomar conciencia de ellas; valorarlas, experimentarlas y aprovecharlas. El aprecio a la tradición –con sus conocimientos y descubrimientos– es condición para el fortalecimiento de la identidad.

Y no se trata de un burdo patriotismo, sino de la necesidad imperiosa de aceptarnos y respetarnos. “De la patria hemos recibido un idioma, un lugar geográfico en el que vivir, una tradición cultural, una pertenencia, una forma de mirar la vida”, señala al respecto, el investigador Ignacio Serrano, de la Universidad Santo Tomás de Chile. Es decir, una gratitud natural hacia la tierra que nos vio nacer y acoge.

Quizás sea tiempo de que el sistema educativo enfatice recuperar aquello que hemos olvidado sobre los rasgos positivos y valiosos de nuestra cultura y forma de ser, de las cualidades del país, con una política educativa a mediano y largo plazo.

Y no hablamos sólo de los extraordinarios recursos naturales que posee, la notable estabilidad económica, la gran capacidad de producir alimentos o los niveles de crecimiento, sino, sobre todo, de esos valores humanos que siguen marcando el actuar de nuestra gente, en especial de tierra adentro, y que son apreciados por los extranjeros; hospitalidad, lazos familiares, solidaridad comunitaria, religiosidad popular, sencillez, entre otros. Son virtudes que van deteriorándose en medio del bombardeo de ideologías foráneas, por lo cual, deben ser protegidas. El desafío es enorme, pues, no se trata solo de la educación de niños sino también de los adultos.

Esto no significa que en Paraguay no existan problemas, que todo funcione a la perfección o que no haya gente mediocre. Hay dramas y muchos de ellos de gravedad; altos niveles de corrupción, inseguridad y carencias en educación y salud. Pero estas realidades deben ser asumidas como desafíos y no como etiquetas indelebles y generalizantes de lo que somos como nación. Un pueblo es mucho más que sus problemas coyunturales. Hay gente y realidades valiosas que deben ser la Marca País. Esta Nación resurgió de las cenizas y ha superado decenas de vicisitudes políticas y sociales, saliendo siempre adelante, sin temer al sacrificio y trabajo, y este no es un dato menor. Una mirada realista implica atender todos los factores en juego. Paraguay tiene su valor y es hora de reconocerlo y potenciarlo.

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