Mucha tinta ha corrido bajo reflexiones que tratan de explicar y entender lo que las redes sociales y la tecnología están haciendo de nosotros. Desde aquella famosa hipótesis del politólogo Giovanni Sartori, quien en su libro Homo videns afirmó que la televisión es un instrumento antropogenético, podemos afirmar lo mismo de todos los artefactos audiovisuales que rodean y ahogan nuestras vidas.
Sartori decía que la televisión era antropogenética porque estaba transformando al homo sapiens hacia un homo videns, alguien capaz de pensamiento abstracto a uno incapaz de eso, porque solo ya puede percibir imágenes y no texto escrito. Quizá Sartori pecó de exagerado; quizá fue una estrategia para alarmarnos, pero sí fue uno de los tantos que pensaron lo que nos estaba ocurriendo ante la inundación de imágenes.
Y es que no hay duda de que las redes sociales nos cambian. Sartori apenas vislumbró internet, y no se dio cuenta de que la capacidad actual nuestra de crear imágenes era algo que también nos cambiaría o, al menos, sacaría a la luz comportamientos, filias y fobias, neurosis que estaban latentes. Susan Sontag, en su libro Sobre la fotografía, casi dos décadas antes que Sartori, vaticinó que las cosas ya no serían lo mismo desde la irrupción de la cámara fotográfica portátil que cada casa empezaba a poseer como un artículo de primera necesidad. Ahí tenemos el fenómeno de la selfie. Psicólogos ya han advertido todo lo que se oculta detrás de una simple selfie y la expectativa por cuántos “me gusta” nos darán.
Recordé toda esta cuestión de las imágenes que producimos y el morbo que hay por detrás, cuando vi la exposición a la que fue sometido un profesor universitario que fue filmado sin su permiso cuando increpaba fuertemente a un alumno. La reacción desmedida del docente hacia el alumno causó indignación, pero similar reacción surgió de alumnos que conocían el contexto en el cual ocurrió el hecho y de la calidad académica y personal de tal profesor. No era la intención justificar su comportamiento, pero al menos explicar el porqué lo hizo. Uno de los fenómenos justamente es la proliferación de imágenes sin explicación contextual –decía Sartori–, o la incapacidad de la imagen por explicarse a sí misma. Es que una imagen vale más que mil palabras, y a veces ni siquiera mil valen para justificarla.
La necesidad de filmar todo lo que ocurre y el incontenible deseo de “colgarlo” en las redes sociales es también otra de las conductas patológicas que apenas estamos entendiendo. Mucho aún hay para pensar sobre esta incidencia de las redes sociales y sus tecnologías en el modo de actuar humano.