El narcotráfico está instalado en Pedro Juan Caballero desde hace décadas. No se trata de un problema que solo afecta a organizaciones criminales, sino que penetró todos los aspectos de la vida social de aquella tierra que miles de personas honestas trabajan y aman de una manera que los capitalinos difícilmente podríamos entender.
Si bien el negocio de la droga y sus vicisitudes son incluso más antiguos que la democracia en la Terraza del País y las ejecuciones son hasta rutinarias, hubo hitos criminales que marcaron el rumbo que tomaría la ciudad.
Uno de ellos fue sin duda el asesinato del periodista Santiago Leguizamón, en 1991. El crimen fue una demostración de poder, un desafío abierto del poderío narco; sobre todo, informó al mundo entero que, por si no lo sabían, en este país la impunidad es ley. ¿Qué ciudadano común, aquel que trabaja todos los días en el pujante y últimamente golpeado mundo comercial pedrojuanino, se animaría a enfrentarse a los criminales?
No obstante, los pedrojuaninos siempre vivieron tranquilos, con códigos de conducta social que fueron respetados por todos. Una verdad irrefutable siempre fue que si uno no se mete en negocios turbios, nadie tiene por qué molestarlo.
Finalmente, denunciar a la mafia en Pedro Juan significa delatar al vecino, al compadre, al primo, al amigo de infancia o al compañero de colegio. Con los años, la gente normalizó la convivencia con la violencia del narcotráfico y también entendió que no puede acudir a la Policía, corrompida en casi todos sus estratos jerárquicos.
La ejecución de película de Jorge Rafaat en el 2016 desdibujó los códigos del crimen fronterizo y abrió paso a nuevos contendientes en una guerra más cruel y sanguinaria, muy diferente a las disputas de narcos a las que la población estaba acostumbrada.
La muerte de Rafaat, un hombre considerado por las autoridades como uno de los dueños de la frontera seca, desató una violencia pocas veces vista en Amambay. Así llegamos al atentado que ocurrió la semana pasada en una discoteca repleta de personas, muchas de ellas ajenas al crimen y otras no tanto.
Los asesinatos suelen darse en la vía pública y muchas veces a la luz del día. Nadie esperaba que sicarios ingresen a un recinto privado y comiencen a abrir fuego en medio de una multitud. El objetivo era la muerte de dos personas, pero terminaron muriendo cuatro y otras once, completamente alejadas del conflicto que motivó el ataque, terminaron baleadas y con graves heridas.
La guerra narco está cambiando en la ciudad, con códigos nuevos y víctimas civiles ajenos a cualquier conflicto. El crimen parece querer adueñarse de esa tierra de aire fresco, serranías y gente norteña, esforzada y trilingüe. Ni este Gobierno ni los anteriores se han preocupado realmente en esta ciudad, que se debate entre una crisis económica y las balas entre facciones que pugnan por la ruta de la droga.
Los pedrojuaninos observan todos los días estos enfrentamientos en vivo y en directo, mientras las autoridades nacionales hacen lo único que siempre hicieron: grandilocuentes declaraciones, en diferido.