Pepe Vargas
A paso lento camina sujetando con una mano la bolsita empavonada de fana en su interior. Con la otra, ataja su pantaloncito para que no se le caiga. Infla y desinfla la bolsita de plás- tico transparente al compás con un niño indígena que le secunda en el trance. Renguea con el ceño fruncido denunciando heridas en la planta del pie.
El dueño de un almacén cuenta que ese menor se cortó la noche anterior al romper unos ventanales de un otrora salón de bellezas, al lado de su local y que por las noches se usa como reservado.
A cualquier hora del día, niños, niñas y jóvenes –en su mayoría nativos– se drogan en inmediaciones de la Terminal de Ómnibus de Asunción.
Aspiran fana en la vereda, a un costado de una escuela que está a pasos de la estación de buses o frente a los comercios que abundan en la zona.
De tanto en tanto, de acuerdo al relato anónimo de vecinos, los más grandes fuman marihuana y también crac.
Todo ocurre desde tempranas horas de la mañana, en intervalos durante el resto de la jornada; mientras la gente pasa caminando, en bus o en sus vehículos particulares.
Vigilante. Un policía hacía guardia ayer frente al inmueble señalado que tiene todas sus cristaleras hecha añicos, arriba y abajo. Desde hace años está deshabitado y sirve como guarida de adictos y marginales. Por eso, desde la presente semana –según el suboficial Blas Vera– vino la orden de montar vigilancia ahí.
En ausencia de los uniformados, los oscuros cuartos –de acceso libre desde la calle– son usados como aposentos por travestis durante la noche.
Allí funcionaba un salón de belleza que opera hoy a pocos metros de allí.
Los transeúntes tienen temor de pasar por ese sitio. Esto hizo mermar las ventas en los locales de comida, de acuerdo al comentario de sus dueños que prefirieron no identificarse. También ellos están con temor, admiten.
Pasa que el paisaje de niños y jóvenes drogándose –frente a la gente durante el día– se agrava al caer la tarde. Un vendedor ambulante relata que en una ocasión se llegó a enfrentar con cuchillo en mano a algunos de los jóvenes adictos, pues como “se acostumbran” a recibir limosnas se ponen violentos cuando tienen hambre o en periodos de abstinencia. “El diariero se agarró con ellos a cascotazos, yo me agarré a cuchillazos”, cuenta Roberto Román, quien vende desodorante de ambiente en la calle.
Los policías miran y poco pueden hacer –según versiones propias de agentes que hacen guardia en la zona–, a excepción de persuadir y dispersar a los menores que merodean el sitio en total estado de abandono y con evidentes señales de deterioro de salud.
Ponen en zozobra, a su vez, a profesores y alumnos de la escuela Nº 142 María Felicidad González. Se juntan en un baldío contiguo a la institución educativa y cuando los policías les altean, corren y atraviesan el patio de la escuela.
El paisaje se ensombrece más cuando los escolares presencian todo tipo de obscenidades que ocurren en ese predio abandonado. Para peor, el sitio también es usado como vertedero clandestino.