En un sistema democrático, la política es una actividad que tiene dos tiempos complementarios pero absolutamente diferentes: uno es el tiempo electoral y el otro es el tiempo de gobernar.
El primero es el tiempo de ganar votos y de obtener el financiamiento para la campaña electoral. Este es el tiempo de las indefiniciones, porque, generalmente, se requiere de un discurso lo más amplio y ambiguo posible, para conseguir el apoyo de hombres y mujeres, de empresarios y de obreros y de habitantes del campo y de la ciudad.
El segundo es el tiempo de gobernar y de tomar decisiones. Es el tiempo de las definiciones, es el tiempo de acciones concretas y consecuentemente, suele ser el tiempo de las desilusiones, al ver que muchas expectativas electorales no son atendidas.
Para ambos tiempos, el político tiene como herramienta de trabajo la palabra. Solamente utilizando adecuadamente esta herramienta, por medio del discurso y de la conversación, puede conseguir el voto de los electores y el apoyo político y ciudadano para llevar adelante su programa de gobierno. Inicialmente la palabra fue vista como un instrumento para describir lo que uno percibía del mundo exterior o lo que uno pensaba o sentía en su mundo interior. Pero esa visión limitaba al lenguaje a un rol pasivo, simplemente describiendo la realidad.
En los últimos veinte años, gracias a diferentes estudios, se ha llegado a la conclusión de que el lenguaje puede tener un rol activo, sirviendo no solo para describir sino también para crear una nueva realidad.
Cuando una persona dice “te amo” o “te odio” no solamente está describiendo un sentimiento interior, sino que a partir de ahí está construyendo una nueva realidad y un nuevo tipo de relación con el otro.
En su libro La Ontología del Lenguaje el pensador chileno Rafael Echeverría decía que la calidad de las relaciones dentro de una familia, de una empresa y de una nación, depende de la calidad de sus conversaciones. De qué se habla, cómo se habla y en qué tono se habla, determinan que una relación sea cooperativa o sea confrontativa. Por todo esto, si queremos vivir en una sociedad armónica, próspera y democrática, el conocimiento de estos conceptos en el ejercicio de la política, es de fundamental importancia.
En sus más de doscientos años de vida independiente, salvando honrosas excepciones, el Paraguay ha carecido de líderes políticos que con su palabra hayan estimulado la cooperación sobre la confrontación, hayan enfatizado los temas que unen en lugar de los temas que dividen, y hayan mostrado un futuro promisor antes que un pasado lleno de rencor.
Lamentablemente, eso que nos ha ocurrido a lo largo del pasado, nos está ocurriendo nuevamente en el presente. Basta con escuchar los discursos cada vez más violentos y descalificatorios que se pronuncian en las internas del hegemónico Partido Colorado, donde en lugar de escuchar propuestas, solamente escuchamos acusaciones y descalificaciones al adversario.
Este “tiempo electoral” ha contaminado totalmente al “tiempo de gobernar”, con la bajada al fango de la lucha interna por parte del mismo presidente de la República, con la avalancha de proyectos de leyes que sus opositores promulgan en el Senado y con un Poder Judicial empantanado en medio de juicios políticos a varios de sus miembros.
Como dije en artículos anteriores, estamos ante un empate trágico, donde nadie gana y el país pierde, pero lo peor de todo es que las palabras que están usando en la disputa electoral, están haciendo realidad un país cada vez más pobre y conflictivo.
Lo más triste es que este enfrentamiento ocurre cuando parecía que estaban dadas todas las condiciones para un verdadero despegue económico, que nos hubiera permitido tener un futuro mejor en democracia.
Tal vez estemos aún a tiempo, si la clase política cambia el tono y la calidad de sus discursos y de sus conversaciones.