¿Qué tenemos nosotros que no tienen los argentinos con su tango y su dulce de leche, ni los brasileños con sus copas y su samba, ni los chilenos con sus fabulosas minas de cobre, ni los estadounidenses con sus armas y sus bancos ni los canadienses con su jarabe de maple y su envidiable calidad de vida?
Tenemos un idioma, un idioma que no lo trajo el conquistador como el inglés, ni deriva de otra lengua como el portugués o el español, que no es un dialecto que solo lo habla una parcialidad ni una pieza de museo que se expone en un estante para la mera observación, una herramienta que nadie usa ni puede tocar.
Es una propiedad excepcional. No lo tiene Trump ni Bill Gates. No se puede comprar ni inventar un idioma. Es una construcción colectiva orquestada a lo largo de miles de años. Es una corriente viva que se nutre de la experiencia de millones de personas que son habitadas por el idioma y que a la vez lo habitan, en una interacción tan íntima que terminan confundiéndose.
Por eso Paraguay y guaraní son la misma cosa. No es el territorio ni el Estado lo que nos define. Somos guaraníes antes que paraguayos, y no por ascendencia genética, sino por una conexión lingüística. Hemos sido colonizados por palabras, palabras nacidas de valores, prejuicios, experiencias trágicas, alegrías, pasiones y odios de una colectividad que no es excepcional ni distinta del resto del colectivo humano, pero que se diferencia de ella porque supo volcar todo ese caudal de sentimientos en un idioma singular y único.
En algún momento de nuestra historia, sin embargo, olvidamos el estatus que supone la propiedad exclusiva de un idioma, y por el contrario nos enseñaron a tener vergüenza de él. Hablar guaraní se convirtió apenas en un vicio privado del que no podíamos desprendernos. Lo usábamos en la calle y entre los amigos; pero para los momentos solemnes, para la formalidad del poder, para demostrar ascenso en la escala social teníamos que hablar español.
La conexión con el mundo tras el advenimiento de la democracia no hizo sino convertir el estigma en condena. Ahora había que hablar el idioma universal, el que nos da vía libre a las mayores fuentes del conocimiento, el idioma en el que se produce la cultura pop globalizada, el inglés.
¿Cómo convencemos hoy a un adolescente que además de aprender el inglés y de dominar el español es un lujo particular seguir paladeando el guaraní? ¿Cómo le devolvemos estatus a nuestra lengua?
Creo que la forma como se enseña el guaraní en los colegios es la peor estrategia. Los chicos terminan odiándolo. Y olvídense del discurso patriotero, no sirve.
Hay que combatir al mal con sus armas. Hay que apelar al mercadeo, al márketing. Hablar guaraní tiene que ser cool, estar de moda.
Bien me lo dijo un colega español cuando descubrió que teníamos un idioma propio. “Es una maravilla, ahora tienen que saber venderlo”.