No se recuerda en Villa Hayes un entierro tan exitoso. Asistieron cerca de 400 personas que demostraban un dolor desgarrador. Las motos y los vehículos que acompañaban al cortejo se extendían por varias cuadras. El féretro llevaba una bandera paraguaya y una monjita en trance tiraba agua bendita y aseguraba que el muerto tendría un lugar a la diestra del Señor. Los gritos solo se aplacaban cuando una banda de mariachis cantaba Sigo siendo el rey.
El muerto tenía solo 23 años y era conocido como Yacaré Po, el más famoso asaltante de bancos y transportadores de caudales. Acumulaba cerca de veinte órdenes de captura por un número increíble de hechos delictivos. La Policía calcula que su banda se habría apropiado de unos seis mil millones de guaraníes en los distintos golpes realizados.
Con esa plata, Yacaré Po era generoso y solidario. Ayudaba a los vecinos de su barrio y, de paso, se aseguraba la protección de los mismos cuando las patrullas de uniformados lo buscaban. En realidad, casi siempre lo buscaban para pedirle dinero, no para atraparlo. Por eso su muerte desató tanto dolor.
En las redes sociales lo describían como un “ángel benefactor” y ponderaban su audacia y valentía. Si alguien mentaba sus antecedentes criminales la respuesta estaba en la punta de la lengua: "¿quiénes somos para juzgarlo?” y “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”. No faltará quien, en algún polvoriento camino chaqueño, levante una cruz y proclame a San Yacaré. Así comenzó el Gauchito Gil en Argentina y resultó un fenómeno del márketing religioso.
Me cuesta, empero, tragarme la comparación con Robin Hood. Pienso en Digno Gómez, aquel humilde guardia de una empresa de seguridad acribillado por la banda de Yacaré Po y que dejó en el desamparo a su viuda y sus tres hijos. Pienso en otros muertos, algunos de ellos tan pobres como los que velaron al supuesto justiciero de Villa Hayes.
Pero debo rendirme ante la evidencia. Yacaré Po murió y todo el Paraguay estuvo allí. Es decir, no todo el Paraguay, ni siquiera toda Villa Hayes. Pero allí estaba todo el espíritu de una sociedad moldeada en el ejemplo de antivalores que surgía desde sus mismas autoridades y toda la desesperanza de una colectividad acostumbrada a no esperar nada de un Estado siempre ausente. Yacaré Po y su dadivosidad suplían las carencias y volvían superflua la pregunta sobre el origen del dinero.
Lejos de ser una imagen surrealista, la multitud que despidió a Yacaré Po refleja la falta de seriedad de nuestra República. Y nos interpela sobre la supuesta crisis de la representatividad política. ¿Existe esa crisis? ¿O nuestros políticos simplemente representan de modo fiel a la sociedad que los elige? Si fuera así, fíjese usted, todo lo que nos falta avanzar.