Recuerdo que fue allá por el año 1979. En el Paraguay gobernaba el dictador Alfredo Stroessner y yo tenía seguramente 18 años de edad cuando le pregunté a una compañera de facultad sobre una famosa película que estaban proyectando en las salas de cine de Asunción.
–No la pude ver. Me moría de ganas por verla, pero no tengo con quién ir al cine y no me puedo ir sola –me dijo.
–¿Por qué no...? –le pregunté, ingenuo.
–Porque en este país es impensable que una mujer vaya sola al cine. Si me ven sentada solita en la sala, los tipos piensan que estoy buscando joda. A los pocos minutos voy a tener a uno o más sentados a mi lado, intentando algún levante. Al final no me quedará otro remedio que levantarme e irme indignada, perder mi plata de la entrada, no ver la película y sentirme pésima. Así que mejor no voy...
Recuerdo que a partir de esa conversación escribí un artículo para el Correo Semanal de ÚH, titulado Sola en el cine, en donde planteé –con el criterio bastante candoroso de aquellos años de juventud periodística– que solo podríamos vivir en un mejor país el día en que todos aprendamos a respetar el derecho de las mujeres de ir solas al cine.
Semanas después, una gran mujer educadora que había leído el artículo me corrigió fraternalmente: no se trata solo del derecho de ir solas al cine, sino de poder andar libres y solas en la vida misma, sin ser molestadas ni agredidas.
Ella, que trabajaba con comunidades campesinas, me contó el caso de una chica adolescente de una compañía de Caazapá, que había sido salvajemente violada por unos vecinos, cuando regresaba del ycuá, donde había ido a buscar agua. Cuando le recriminaron a los violadores por su actitud, uno de ellos se defendió diciendo en guaraní: “Ella buscó, para qué luego sale sola al campo. Una mujer que anda sola por allí a la siesta, seguro que está buscando sexo...”.
Prácticamente todos provenimos de esa cultura machista y patriarcal en la que nuestras propias abuelas y madres nos prohibían a los niños varones lavar los cubiertos luego de las comidas, porque “upéa kuña rembiapo” (esa es tarea de mujeres). Nos ha costado –y nos sigue costando mucho– desaprender el machismo y aprender la igualdad, pero algo estamos avanzando.
En estos días, cuando voy al cine, siempre observo y me sorprendo gratamente de ver a mujeres que acuden solas a ver películas... y casi nadie las molesta. O viajar por el interior del país y cruzarme con mujeres que andan solas por las rutas y los caminos... y pareciera que se ha vuelto algo normal.
Quizás son apenas minúsculos detalles que se contradicen con las estremecedoras cifras de los casos de feminicidio y agresiones que siguen sumando, pero siento que algunas cosas sí han cambiado desde aquel 1979 dictatorial; sobre todo, al acudir a una marcha del 8 de marzo o del 25 de noviembre, y percibir que aquellas casi solitarias acciones de las heroicas pioneras del feminismo hoy tienen un eco de multitudes y –por sobre todo– el sello esperanzador de una nueva conciencia.
#Yomarcho25NPY.