Cuarenta años se tomó el Paraguay para identificar los restos de dos desaparecidos a mediados de los setenta. Dos historias distintas que confluyen en esqueletos separados por pocos metros de distancia.
Él, un emblemático secretario general del Partido Comunista Paraguayo, Miguel Ángel Soler. Había sido secuestrado por la Policía en Asunción a fines de 1975 y ejecutado poco después. No sería raro que en las tumbas cercanas se reconozcan los restos de Derlis Villagra y Octavio González Acosta, desaparecidos ese mismo día.
Ella, Rafaella Filipazzi, poco conocida para los investigadores nacionales. Había sido secuestrada en un hotel de Montevideo, a mediados de 1977, trasladada a Asunción en avión y asesinada, meses después. Una tétrica muestra de la efectividad del Plan Cóndor. No sería raro que allí cerca se identifiquen los huesos de José Agustín Potenza, su pareja, detenido con ella en la misma ocasión.
En esos años, la voluntad de Stroessner era omnímoda. Llevaba más de dos décadas en el poder y parecía impunemente eterno.
Eso explica que la Policía no haya tomado la precaución de quemar sus archivos, como hicieron todas las dictaduras regionales de la época cuando dejaban paso a gobiernos democráticos. Eso explica que, a diferencia de Argentina y Chile, aquí nunca hizo falta crear centros clandestinos de detención. Las torturas se hacían en dependencias policiales céntricas y conocidas por todos. ¿Quién podía hacer algo al respecto?
Eso explica la solución que le dio Stroessner a un problema que daba dolores de cabeza a las dictaduras regionales: la disposición final de los residuos. Nada de tirar cuerpos al río o enterrarlos en tumbas NN en algún camposanto. Aquí, los desaparecidos serían realmente desaparecidos. Estarían bajo tierra en un cuartel híbrido entre militar y policial: la Guardia de Seguridad, hoy llamada Agrupación Especializada. Allí mandaba el coronel Juan Ramón Escobar, quien se encargaba de colocar bajo tierra a los opositores difuntos en la huerta que estaba al fondo del inmenso predio.
Para mayor garantía, el cargo fue heredado por su hijo, el después general Galo Longino Escobar. Este ordenó movimientos de terreno, cambios de lugar de las tumbas y llenó el patio de residuos de basura. La impunidad perfecta, por los siglos de los siglos. Y así hubiera sido si de la indiferencia de los políticos de la transición hubiera dependido. Pero no contaban con la tozudez de algunos emprendedores de la memoria, en especial la de Rogelio Goiburú.
Un arma de larga duración, la memoria. Aún podemos vencer esa indolencia de cuatro décadas. Quedan aún decenas de NN que reclaman sus nombres en el gran cementerio de los Escobar.