Dicen que la Semana Santa representa de alguna forma el recorrido de la vida humana. En nuestra existencia todos tenemos nuestro huerto de Getsemaní, del Jueves Santo, en donde es necesario tomar decisiones dolorosas o difíciles, decidir entregar u ofrendar algo, y hasta la propia vida, en un sentido amplio, con miras a un objetivo o ideal más grande y valioso. Como cuando uno tiene que sacrificar o posponer una carrera profesional o un trabajo con mayores ingresos, pero más exigente en tiempo, para acompañar plenamente el desarrollo y crecimiento del hijo, o los ancianos padres o la esposa/o con alguna enfermedad o dilema emocional. Son momentos de reflexión, coraje y valentía, en donde se juega con mayor intensidad nuestra libertad e inteligencia, y que marcan el rumbo a tomar.
A ningún ser humano tampoco se le ahorra el Viernes Santo, ese día o tramo de la vida en donde el dolor, en mayor o menor intensidad, marca a fuego el transcurrir de las horas, los días y hasta los años. Son momentos de crisis, depresión y grandes dificultades, en donde se pierde para ganar. Y aquí pocas veces valen las palabras, los discursos, ni mucho menos los lacrimógenos versos que circulan por las redes sociales, sino, más bien, la compañía humana, esa mano amiga, ese rostro silencioso que no se aleja como el de la mayoría, esa paciencia que abraza, ese amor que no espera recompensa.
Y aunque cueste reconocerlo, los viernes santos de la vida son tiempos claves para el crecimiento personal –y hasta colectivo–, siempre y cuando no se rehúya de las preguntas que plantean. Buscar respuesta a los dolores y ausencias de la vida siempre será la posibilidad de descubrir una mirada más amplia respecto a uno mismo y los demás, recordándonos sobre la necesidad que tenemos de un significado y sentido para nuestra existencia; aquello que nos hace humanos.
Y, menos mal, también somos llevados y llamados a vivir nuestro Domingo de Resurrección; ese tiempo que marca la victoria de lo positivo y la esperanza sobre la muerte y sus miles de rostros en nuestros días. Es la posibilidad que tenemos todos –al empezar y terminar cada jornada– de encontrar o descubrir aquella alegría que gana a la tristeza de cada día, ese perdón que hace descansar el espíritu. ¿Una utopía? Quizás solo sea cuestión de mirar y seguir a aquellos que entre la muchedumbre parecen vivir algo así, sin renegar ni censurar nada del presente o de la limitada condición humana. Un desafío interesante para estos días santos; ojalá que ellos no solo sean para vivenciar ritos religiosos, sino, más bien, para descubrir las preguntas que estos momentos de la vida –y la muerte– plantean a nuestra mente y corazón.