No había pasado un minuto de haber comenzado el partido. El Olímpico de Múnich recibía la final de la Copa del Mundo de 1974. Alemania contra Holanda. Fueron ocho toques de pelota en el campo de los holandeses hasta que la agarró por primera vez Johan Cruyff. Bajó hasta su propio campo para hacerlo. Parecía un general revistando sus ejércitos, con su presencia levemente imperativa. La tuvo una ráfaga en sus pies, el momento necesario para avistar el frente de ataque, y volvió a dársela a sus compañeros, quienes se movían por toda la cancha y semejaban una fuga bachiana o unos bailarines que entran y salen de escena en Don Quijote, con coreografía de Marius Petipa.
Se la pasaron entre ellos en la banda izquierda, ya en campo alemán, otras seis veces, antes de devolverle el balón. El número 14 reapareció en el círculo central como si fuera una aduana móvil por la que la pelota debía cruzar indefectiblemente. Como en la marca zonal del baloncesto, los de naranja habían abierto un pasillo llevando la marca de los de blanco a ambos costados de la cancha. Cruyff tomó la pelota con la pierna derecha, levantó la cabeza oteando el horizonte, y comenzó a enfilar hacia el arco de Sepp Maier. En tres cuartos de cancha, apareció el primer alemán para marcarlo. Aunque era diestro, Cruyff picó hacia la izquierda. El alemán lo siguió, a la misma velocidad. Fue en ese momento en que sucedió algo apenas perceptible, pero absolutamente decisivo: el “Tulipán de Oro” frenó y amagó dos veces en una cuántica fracción de segundo, mientras el alemán perdía el ritmo de la marca porque Cruyff le había impuesto, súbitamente, el suyo. Cuando vio que Berti Vogts, el Perro de Presa, se cerraba hacia el medio para ir en ayuda de su compañero, Cruyff picó la pelota unos dos metros al frente y fue a buscarla. Allí, apenas entró en el área, recibió la falta de Vogts. Es muy posible que Helmut Schön, el técnico alemán, se haya cansado de hablar a toda su línea defensiva de esos legendarios cambios de ritmo de Cruyff. Es muy posible que Vogts, a quienes lo llamaban como lo llamaban por su mitológica capacidad de marca, se haya dicho a sí mismo decenas de veces que aquello que estaba pasando no tenía que pasar. Pero no habían transcurrido sesenta segundos, y ya había sucedido: penal para Holanda. Neeskens lo transformó en gol. Holanda terminaría perdiendo 2 a 1, pero esas son las contingencias de este deporte.
En ese movimiento de Cruyff —una especie de fuerza gravitatoria, de singularidad que curvaba el espacio-tiempo en el campo de fútbol—, estaba el secreto del talento del más elegante de todos los futbolistas que en el mundo han sido.
Como entrenador, fue el responsable del cambio de paradigma en el modelo formativo del Barcelona, del que emergería el club deportivo que es hoy. No hace mucho, leí su libro Me gusta el fútbol. Pensé encontrarme con uno de una sofisticación intelectual parecida a la de un Jorge Valdano. Pero no: es un libro sobre los fundamentos básicos de este deporte, prácticamente orientado a cualquiera que lo juegue —profesionalmente o en la canchita del barrio— por el puro amor incondicional al fútbol. Por eso tiene ese título. Porque está escrito por un sabio.
Un sabio al que recordaremos incluso quienes no habíamos nacido aún la tarde aquella en que curvó el espacio-tiempo de los alemanes.