“Mi papá querido: ... hoy no tengo nada de particular a qué referirme, solo tomo la pluma para dar un desahogo y un consuelo a mi corazón que quiere estar a tu lado en ese mi viejo rancho, cuna de mi infancia, ¡de mis recuerdos! Oh, mi papá, el mar que eternamente me dice tantas cosas, me habla como una inmensa carta de mi patria y de mi hogar y ante su muda elocuencia permanezco largas horas pensando, meditando, soñando... Cuando él está tranquilo y bonancible me dice que mi patria y mi hogar están en paz y en silencio... cuando, al contrario, ruge la tempestad y las olas se encrespan y enfurecen, entonces, el océano me cuenta que los eternos enemigos de mi patria, los zorros viejos, los cuervos voraces, los politicastros, hacen estallar para derramar la última gota de sangre de la raza, incendiar las campiñas, asesinar al hermano y sobre sus huesos sembrar la semilla de la ruina y del dolor... Ayer lo he visto manso y reposado, sin una arruga en su tersa superficie, entonces pensé que mi Paraguay estaba en paz: que el arado abría nuevos caminos a través de las selvas y de los campos; ¡oh, los caminos que tanta faltan hacen en el Paraguay!, que los árboles y las plantaciones estaban lozanas, verdeantes, cargadas de frutos; que el agua corría abundante por todos los ríos y arroyos; que el ganado retozaba contento, como después de una benéfica lluvia; que las escuelas y los colegios daban su alimento a las inteligencias; que la fe y las costumbres de nuestros pobres aún eran conservadas vívidas y puras; en fin, que una aurora de bienestar y progreso empezaba a irradiar sobre los destinos de mi patria; que el Paraguay volvía a levantarse sobre sus escombros y sus ruinas que aún humean... ¡He aquí un gran milagro!... hemos vuelto a salir de las profundidades del sepulcro y del olvido para presentarnos a la faz del mundo con la cabeza siempre erguida, jamás humillada. Los pueblos se habían congregado alrededor de nuestra tumba para cantar el requiescat in pace y arrojar cada uno de ellos un puñado de tierra sobre nuestros restos. Pero, ¡ay!, ¡estaban equivocados! Nos creyeron muertos ¡cuando solo dormíamos! No supieron que el león dormita en la selva oscura después de la tremenda lid. ¡Vive el Paraguay! ¡Vivirá siempre! ¡El alma guaraní no muere!”.
Esto es parte de una de las tantas cartas, esta escrita desde Italia en agosto de 1927, del entonces joven seminarista Julio César Duarte Ortellado a su padre, residente en Caazapá. Agradezco al padre Carlos Heyn por rescatar para la posteridad los escritos del hoy considerado Siervo de Dios por la Iglesia.
Rescato y comparto con los que la leen conmigo 88 años después: primero, la añoranza, no solo transmitida por ese joven sereno y callado, como lo recuerdan, que lejos de su patria se dirige de forma tan cariñosa y emocionada a su padre; sino la de todo paraguayo, creo yo, que conozca el sentir y la cultura de este pueblo y que reconocemos en sus pensamientos, experiencias y deseos, los nuestros también. Segundo, la actualidad de sus denuncias y esperanzas. Tercero, la cercanía de su pluma vivaz. Cuarto, la extrañeza porque al menos a mí y a mis compañeros de estudios nos vedaron completamente en los años escolares el conocimiento de tan siquiera un fragmento de los varios escritos, de la vida y rica personalidad, de las numerosas obras de este luminoso teólogo campesino. Ojalá este sea el año de su rescate cultural.