La gestión de un gobierno –nacional, regional o local– es un malabarismo entre la conveniencia política y las necesidades económicas. La lógica de la política apunta al corto plazo a la necesidad de lograr acuerdos coyunturales. La economía, por el contrario, requiere de una visión de largo plazo. Por ello, cuando se adoptan decisiones económicas por conveniencia política, es “pan para hoy, hambre para mañana”.
Al día de hoy, no se observa una posición decidida y coherente del Ejecutivo, ni mucho menos del Legislativo. La decisión de la Corte Suprema de aumentar las prestaciones de la Seguridad Social en materia jubilatoria no hace sino hundir más un sistema que ya está quebrado: una vez más, la mala política hunde a la economía.
Tendemos –no solamente los paraguayos– a pensar que las deficiencias que observamos en nuestros gobernantes son las peores del mundo, y sin embargo volvemos a darles el voto en las siguientes elecciones. Pero, por poco que estemos atentos a las noticias internacionales, nos daremos cuenta que los vicios políticos se repiten con monótona insistencia en todo el mundo.
No somos los peores, pero tampoco los mejores. A menos de un año del actual gobierno, aumentan de tono las críticas y objeciones. Tal vez lo más importante es que se observa un déficit de liderazgo en el Poder Ejecutivo, y posturas incoherentes ante casos similares. Así, por ejemplo, ante el voto de destitución del senador Dionisio Amarilla por parte de sus colegas, el presidente Mario Abdo Benítez se abstuvo de marcar línea a los de su sector. Los medios conjeturaron que esa postura del jefe de Estado podría deberse a que las irregularidades en las licitaciones del IPS se remontan a administraciones anteriores, entre las cuales la última estuvo a cargo de su hermano, Benigno López, actual ministro de Hacienda.
Ahora surge un nuevo pacto de impunidad entre Añetete, Honor Colorado y el llanismo, que, con la excusa de la gobernabilidad, pretende en realidad seguir apañando la mala praxis en el Legislativo.
Entretanto, en el sector empresarial preocupan la desaceleración de la economía y las reformas impositivas que se pretenden implementar. Si bien hubo repetidos diálogos entre el sector público y los gremios privados, se ha ignorado el insistente reclamo de que antes de subir impuestos es imperativo controlar el monumental despilfarro del gasto público, de lo cual todos los días vemos ejemplos indignantes.
El Gobierno ha insinuado que tomará iniciativa en ese sentido, pero no de manera convincente ni eficaz. Es que no se trata de hacer algunos recortes cosméticos sino de una reforma estructural del gasto público, que requiera un compromiso de la clase política y de la ciudadanía, para blindarlo contra la corrupción.
La decisión divulgada en los últimos días, de inyectar importantes recursos para reactivar la economía, aunque correcta, es solo coyuntural, pues tampoco apunta al largo plazo. Y es que la clase política en su conjunto parece encerrada en una burbuja, que le impide percibir la indignación ciudadana que se manifiesta en las calles y en las redes sociales. Por eso, la reforma estructural del Estado queda para un futuro incierto y remoto, que la clase política no está dispuesta a afrontar.