03 may. 2025

Necesidad de la purificación interior

«En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer nadie mayor que Juan el Bautista» (Mt 11,11).

También los cuatro evangelios dan relieve a la figura de san Juan bautista. Es el último de los profetas, el que concluye el Antiguo Testamento y apunta el Nuevo, anunciando a Jesús, el Mesías, el Cordero de Dios. Su padre, Zacarías, cuando recuperó el habla que había perdido por su inicial falta de fe, alabó a Dios con el Benedictus, esa oración que resulta especialmente significativa en este tiempo litúrgico: «Y tú, niño, serás llamado Profeta del Altísimo: Porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, enseñando a su pueblo la salvación para el perdón de sus pecados» (Lc 1,76-77). Así manifestaba la misión que habría de tener Juan: Hacer más fecunda la llegada de Jesús, ya cercana, llamando a la penitencia y a la conversión de los corazones.

Para poder descubrir a Cristo es necesaria una cierta purificación. «Pide al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a tu Madre, que te hagan conocerte y llorar por ese montón de cosas sucias que han pasado por ti, dejando –¡ay!– tanto poso... –Y a la vez, sin querer apartarte de esa consideración, dile: Dame, Jesús, un Amor como hoguera de purificación, donde mi pobre carne, mi pobre corazón, mi pobre alma, mi pobre cuerpo se consuman, limpiándose de todas las miserias terrenas... Y, ya vacío todo mi yo, llénalo de Ti: Que no me apegue a nada de aquí abajo; que siempre me sostenga el Amor» (1).

«Porque yo soy el Señor, tu Dios, que sostengo tu diestra y te digo: –No temas, yo te ayudaré» (Is 41,13). Estas palabras del profeta Isaías, en la primera lectura de la Misa, nos recuerdan que, en el empeño por disponernos mejor para recibir a Jesús, lo más importante es nuestra confianza en la ayuda que nos vendrá de la gracia divina.

Es Dios quien nos transformará si somos dóciles a sus inspiraciones.

Así surgirá en nuestro corazón una vida nueva, se regenerará lo que quizá hasta ese momento permanecía estéril en nosotros. Podremos saborear, hecha realidad en nuestra alma, esa dulce promesa del Señor: «Abriré ríos en las dunas, fuentes en medio de las vegas; convertiré el desierto en estanques de agua, y la estepa en manantiales» (Is 41,18).

(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-py/article/meditaciones-jueves-segunda-semana-adviento/).