Los frutos en el apostolado

La lectura de la misa nos muestra el espíritu apostólico de San Pablo en medio de un mundo pagano.

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Quien anuncia a Cristo tendrá que acostumbrarse a ser impopular en ocasiones, a no tener “éxito” en sentido humano, a ir contra corriente, sin ocultar los aspectos de la doctrina de Cristo que resultan más exigentes: sentido de la mortificación, honradez y honestidad en los negocios y en el desarrollo de la actividad profesional, generosidad en el número de hijos, castidad y pureza en el matrimonio y fuera de él, valor de la virginidad y del celibato por amor a Cristo.

Porque no tenemos otras recetas para curar a este mundo enfermo: “¿Desde cuándo un médico da medicinas inútiles a sus pacientes, porque tiene miedo de prescribir las que son útiles?”.

El Señor, de forma muchas veces insospechada, hace fructificar nuestra oración y nuestros esfuerzos: Mis elegidos no trabajarán en vano, nos ha prometido. Y en la Antífona de comunión leemos hoy las consoladoras palabras del Señor: Soy yo quien os he elegido del mundo y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure.

No pretendamos tampoco arrancar el fruto antes de que esté maduro. “No estropeemos la flor abriéndola con nuestros dedos. La flor se abrirá y el fruto madurará en la estación y en la hora que solo Dios sabe. A nosotros nos toca sembrar, regar... y esperar”.

La constancia y la paciencia son virtudes esenciales para toda tarea apostólica; ambas son manifestaciones de la virtud de la fortaleza.

El hombre paciente se parece al sembrador, que cuenta con el ritmo propio de la naturaleza y sabe realizar cada faena en el tiempo oportuno: el arado, la siembra, el riego, el abonado, la escarda, la recolección: una serie de tareas previas, antes de ver la harina dispuesta para el pan que alimentará a toda la familia.

Hagamos bien la siembra y luego seamos pacientes; pidamos fortaleza para ser constantes.

(Frases extractadas del libro Hablar con Dios, de Francisco Fernández Carvajal, Ciclo C, Tiempo de Pascua).

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