02 jun. 2025

La hermana de Sofía

Hasta la semana pasada no había logrado dar con algún hecho en particular que despertara mi pasión bicentenaria. Debe ser alguna carencia genética que me priva de esos sentimientos arrebatados que embargan a tanta gente cuando ve una bandera o escucha un himno.

Por la misma razón, supongo, tampoco consigo encenderme con un partido de fútbol y me resultan inverosímiles las historias religiosas.

Me divierto con las reglas no escritas de un clásico y respeto casi todos los rituales de la sociedad católica en la que me tocó en suerte vivir. Es más, convivo alegremente con esos fenómenos emocionales, pero no logro contagiarme de ellos.

De hecho, considero tanto la medición del tiempo como las fronteras geográficas convenciones absolutamente arbitrarias, por lo que los aniversarios y la nacionalidad se me antojan meros accidentes, insuficientes como para desatar una pasión.

En consecuencia, hasta hace unos días me resultaba imposible encontrarle sabor a la fiesta del Bicentenario.

Esto no significa que carezca del sentido de patria. Solo que mis afectos patrióticos están ligados exclusivamente a la gente. Es en ellas en quienes me reconozco, es con ellas con quienes me identifico. Personas con las que comparto un idioma, una historia, costumbres, vicios y pesadillas.

Esas personas pudieron haber nacido aquí o en algún otro rincón del planeta. Poco y nada me importan los detalles de su pasaporte.

Mi nación es la gente. Y es allí donde buscaba inspiración para compartir la fiebre del Bicentenario.

Y la encontré donde menos lo esperaba. Me alcanzó como un rayo fulminante, contundente.

Permítanme contarles cómo fue; pero, antes, necesito recordar uno de los capítulos más tristes de la historia de mi familia.

Hace dos años, mi sobrina fue una de las primeras en contagiarse con el virus de la influenza H1N1.

Fue el primer caso grave conocido.

Ella tenía ocho años, era la menor y la única nena del trío ruidoso que componía la prole de mi hermana, maestra, esposa y madre a tiempo completo.

Hermanos, cuñadas y cuñados, sobrinos, primos, amigos, todo el enjambre humano que gira en torno la familia se dio cita ante la desventura.

El pelotón de siete miembros que mis padres legaron a la estadística montó guardia frente a la sala de terapia intensiva para niños.

Fueron días interminables. El país seguía el caso inmerso en la peor epidemia de influenza de la década.

Se hizo todo lo que humanamente se podía hacer. Todo lo que la ciencia había puesto a disposición de la medicina se usó.

Irónicamente, me tocó en suerte informar cada noche en mi calidad de periodista sobre la evolución de la paciente anónima. Me sentí como el médico que opera a su madre.

Sofía nos dejó una fría mañana de junio.

Por primera vez en toda mi vida odie las palabras. Qué podía decirle a una mujer a la que la desgracia le había arrebatado una parte de su vida.

¿Hay algo más doloroso que perder a un hijo?

Odié la pobreza de un país demasiado pobre como para desarrollar vacunas.

Odié a un sistema de salud destrozado durante décadas e incapaz de contener una epidemia.

Pero, sobre todo, odié el sentido común que me decía que se había hecho todo lo necesario, y que, sencillamente, habíamos sido víctimas del azar.

Le pasó a Sofía. Le podía haber pasado a cualquiera.

La vida siguió. Mi hermana y su familia debieron aprender a convivir con la ausencia. Es una batalla diaria. A veces la ganan, a veces no.

Hace unos meses, en una reunión de familia, nos sorprendieron a todos con la noticia: mi hermana está embarazada.

El viernes me llamó temprano. “Hermanito, estoy con el ecógrafo, es una nena”.

Lloré. Es la pasión que buscaba. Ellas son la Patria, la mía.

Porque doscientos años son solo el comienzo; una historia de tristezas y alegrías, como la breve pero intensa vida de Sofía, apenas un prólogo para muchas otras historias, como la que escribirá su hermana.