El pacto fáustico

La expresión no es mía. La utilizó recientemente el politólogo Emanuele Ottolenghi en un artículo en que analizaba la relación entre Santiago Peña y Horacio Cartes.

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Según él, el ex mandatario será la eterna sombra del flamante presidente, quien “reinará, pero no gobernará”.

Es un poco exagerado comparar esa situación con el trato que Fausto hizo al entregar su alma a Mefistófeles en la célebre obra de Goethe, pero la alegoría sirve para resumir lo que será el problema clave de la futura política paraguaya. Sostiene Ottolenghi que Peña podría tener la oportunidad de transformar un país, cuya corrupción es un vector para el crimen organizado en una nación próspera y democrática. “El currículum estelar de Peña es lo que Paraguay podría ser. El trato que hizo con Cartes para llegar a la presidencia es lo que Paraguay, de hecho, es y seguirá siendo”.

La autonomía del presidente es la cuestión crucial que definirá la suerte de este gobierno. Santiago Peña tiene todo para hacer un buen gobierno. Es un economista bien formado, con experiencia en la función pública, joven, con buena presencia y que se expresa con facilidad. Su partido tiene mayoría propia en ambas Cámaras y asumirá sin arrastrar pleitos judiciales previos que pudieran complicarle la vida. Pero, –lo sabe él, lo sabemos todos– ha llegado a la Presidencia por expreso designio de Horacio Cartes. Si bien la palabra “patrón” es usada con innegable sentido despectivo, en el caso de Peña es descriptiva de una verdadera relación de dependencia laboral durante el último lustro.

De Cartes pueden decirse muchas cosas, menos que no tiene una personalidad fuerte. Hasta es posible que hayan acordado una cierta independencia de Peña en muchos espacios del vasto espectro del gobierno nacional. De hecho, hay múltiples temas en los que ambos están de acuerdo. Por ejemplo, fortalecer la relación con Taiwán y, de paso, recordarle a los Estados Unidos la inconveniencia de proseguir con la amenaza de la extradición. O volver a mudar nuestra inquieta embajada en Israel a Jerusalén y, de paso, intentar convencer al primer ministro Benjamin Netanyahu de que las acusaciones de financiación al Hezbollah son falsas.

También hay temas sin mayor interés para Cartes, como cultura, el sistema de protección social, educación y, quizás, salud, en los que Peña podría tener libertad de acción. Pero cuando las decisiones del Ejecutivo afecten los intereses empresariales o políticos de Cartes se verá cuál es el orden jerárquico del poder. Esas cuestiones se decidirán en el quincho de la avenida España y no en el de la avenida Mariscal López.

Esa percepción de la dependencia de Santiago Peña debe ser muy incómoda para el futuro presidente. Está instalada en el imaginario de la prensa nacional e internacional. Cada nombramiento, cada gesto, cada declaración será disecada a través de ese cristal. Basta con recordar la repercusión que tuvo la imagen de un impaciente Cartes mirando su reloj en un acto proselitista y diciendo “Si quiere ser presidente de la República tiene que aprender a llegar a tiempo”. O la esperpéntica respuesta de Peña –“¿Será que el hombre llegó a la Luna? Son misterios sin resolver que nunca lo sabremos”– cuando fue preguntado sobre los motivos por la que los norteamericanos consideran corrupto a Cartes.

El poder bicéfalo es muy complicado. Es más, suele ser un desastre. Nuestra experiencia más reciente data de un cuarto de siglo atrás -“Su voto vale doble. Cubas al gobierno, Oviedo al Poder”- y terminó en una tragedia ciudadana. Indefectiblemente, se cruzarán en el camino del presidente de la República asuntos que afectarán los negocios del patrón.

Peña comprobará en cada una de esas ocasiones que las bancadas coloradas responden a Cartes y no a él.

Además, con tanta hegemonía parlamentaria, Horacio Cartes no resistirá la tentación de volver a intentar una enmienda constitucional que le permita volver a ser presidente. Ya sabemos cómo terminó aquello. Santiago Peña tiene el desafío de demostrar que no es Fausto.

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