Cuando los locos guían a los ciegos

Por Arnaldo Alegre

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El nacionalismo es como el alcohol. Bajo su influencia, unos se tornan dicharacheros; otros, estúpidos, y unos pocos, violentos. De estos, los primeros son tontos, pero soportables; los segundos son directamente insufribles, y los terceros, delirantes y absolutamente peligrosos.

El problema es que estos últimos, por su acerada irracionalidad y la incombustible tozudez de su pensamiento enfermo, manejan a los festivos y a los orates. Es como dice Shakespeare, tiempo de calamidad es cuando los locos guían a los ciegos.

La victoria de Donald Trump es una muestra más de que se avecina una época de descarado individualismo. Donde primará la ley de sálvese usted mismo, y los países se encerrarán en sí mismos para tratar de encontrar soluciones a sus problemas. Aunque más no sea para responsabilizar a los demás de los vicios propios.

Es más, algunos especialistas ya hablan del fin de la globalización como concepto rector del mundo. Ahora más que nunca el mundo será ancho y ajeno.

Al fenómeno Trump hay que sumar la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea y la influencia cada vez mayor de la ultraderecha en ese continente. Al parecer ahora no se vota a favor de alguien, se vota en contra de alguien o de algo. Es el voto rabioso; es decir, totalmente irracional.

Es una etapa de crisis en que se busca desesperadamente cabezas de turco para expiar culpas reales e inventadas. Y las víctimas propiciatorias son los extranjeros, los distintos, los que no pueden defenderse, los que están acostumbrados a perder y que, excluidos de la sociedad donde nacieron, vuelven a ser violentados en tierras extrañas, que, como están las cosas, serán cada vez más extrañas para ellos.

Los compatriotas que residen en España atestiguan la vergonzosa humillación a la que son sometidos por quienes hace unas pocas décadas exportaban hambre y lloraban por ayuda.

Argentina también es otro caso paradigmático y mucho más doloroso, por la cercanía histórica. La xenofobia es patente y está enraizada profundamente. Se nota en las canchas, en las redes sociales y en desplantes diversos, sobre todo de los porteños.

El desprecio no es institucional, pues Argentina es amparo y reparo de generaciones de paraguayos. El desprecio es de la calle; no de todos, pero está ahí, como un virus inoculado por un falso complejo de superioridad, la ignorancia más supina y el asqueroso racismo.

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